Alejandro Deustua

2 de mar de 2007

Bolivia, Desastres Naturales y Seguridad Colectiva

Como ocurre cada vez que el fenómeno de El Niño se presenta, algún país de la cuenca del Pacífico es seriamente afectado. Esta vez el más seriamente golpeado ha sido Bolivia cuya mediterraneidad no la ha salvado de la inundaciones en 65% del territorio (especialmente en el Oriente), de pérdidas por US$ 250 millones, 72 mil familias desplazadas y US$ 50 millones del precario presupuesto nacional desviado a capear el desastre (LR).

Más allá de que el gobierno boliviano se haya demorado en declarar el territorio nacional como zona de desastre y que, increíblemente, en esa decisión hayan intervenido factores políticos (como el debate sobre pedidos de suspensión de la reforma agraria en las áreas más golpeadas), el hecho es que los bolivianos requieren de apoyo humanitario que el conjunto suramericano debería poder proporcionar con oportunidad y cantidad superiores a lo que hasta hoy se ha comprometido.

Es más, a la luz de esta emergencia la comunidad internacional no debiera seguir postergando la iniciativa multilateral orientada a minimizar los daños de este tipo desastres que, cuando golpean en países en desarrollo (y hasta en los que no lo son), generalmente deben ser inicialmente confrontados en soledad por los gobiernos afectados. Y menos cuando los desastres naturales son reportados desde hace ya un tiempo como un tipo de amenaza global que reclama respuestas en el ámbito de la seguridad colectiva.

Sin pretender acá explicar la teoría transnacional que avala este tipo reacción, sí recordaremos que mucho antes de los dantescos sucesos del maremoto de Aceh (Indonesia) y del huracán Catrina en la costa oriental norteamericana, la comunidad internacional se había comprometido a prevenir los efectos de estas hecatombes y minimizar sus daños.

Ese compromiso, sin embargo, no ha superado aún el nivel de los acuerdos marco y por tanto no han arribado aún a instancias de acción concreta. Así el Marco de Acción de Hyogo del 2005 en el ámbito de la ONU sigue sin recibir el aporte material de los miembros de la comunidad internacional, mientras que las iniciativas de la OEA en el ámbito del Comité de Seguridad Hemisférica aún no cuajan en una resolución adecuadamente mandatoria.

Y no es por falta de estudio que estos compromisos no hayan podido implementarse de manera más rápida y eficiente. En efecto, la Estrategia para la Reducción de Desastres Naturales que la Asamblea General de la ONU consideró en agosto del 2006 auscultó la evidencia de que los costos de los desastres naturales vienen incrementándose progresivamente. Así en el año de muestro elegido (junio del 2005-mayo del 2006) la Estrategia dio cuenta de 404 desastres en 115 países, 93% de los cuales correspondieron a inundaciones que, en total, reportaron costos por US$ 173 mil millones.

Y, sin embargo, la Estrategia no es más que un avance planificador antes que un compromiso de acción. Por lo demás sus conclusiones se centran en recomendaciones para incrementar las capacidades nacionales, regionales y globales para tomar acción. Éstas están lejos de lograrse.

De otro lado, teniendo en cuenta que el grado de concentración en un tipo de desastre (las inundaciones) señala un vínculo con el calentamiento global, el tratamiento de sus causas no puede retardar la capacidad de reacción colectiva sobre sus efectos. Especialmente cuando éstos se cuantifican en niveles aún manejables.

En tanto estos reportes no son nuevos (los registros recientes de la ONU se calendarizan por lo menos desde 1989 y los estudios de la OEA desde el 2002), no hay excusa para la postergación de un esfuerzo colectivo más eficiente (al respecto debe recordarse que las últimas acciones del Comité de Seguridad Hemisférica de la OEA se refieren al diseño institucional de una plataforma de acción).

Por lo demás, este sentido de urgencia debería comprometer el esfuerzo colectivo inmediato de ámbitos regionales más propensos a los embates de la naturaleza. Uno de ellos es el que componen Chile y Perú (países eminentemente sísmicos), Perú y Bolivia (sujetos a inundaciones en la cuenca amazónica y a heladas en la zona altiplánica) y Perú y Ecuador (sujetos a periódicas inundaciones costeñas y de sierra).

El ámbito geográfico de estos países indicaría que la Comunidad Andina tiene una responsabilidad directa en la coordinación de estas acciones. Sin embargo, la discusión sobre la pertinencia de esa responsabilidad es bizantina en tanto que el fenómeno reporta responsabilidad internacional e, independientemente de sus marcos, es de naturaleza global.

Esas responsabilidades sustentan la urgencia de la reacción colectiva sobre principios solidaridad para minimizar del daño humanitario. Pero se fundamentan también en el interés comunitario de prevenir las condiciones de falencia política y económica que puede aquejar a una sociedad luego del cataclismo si el esfuerzo de reconstrucción es insuficiente. Los fundamentos para intervenir bajo condiciones de seguridad colectiva no pueden ser más evidentes.

Y si lo son, a la vista del daño producido, ésta es la hora de ayudar a Bolivia.

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