Alejandro Deustua

23 de abr de 2019

Delatores y Celadores

Si durante las últimas tres décadas la corrupción ha erosionado sistemáticamente los términos de gobernabilidad, liderazgo y autoridad de un Estado presidencialista y débil como el peruano, el daño ha sido mayor.

Es claro que tal patología ha sido alimentada por la fragilidad moral de nuestros gobernantes y por una historia de la que hemos abrevado casi todos. Pero también por la forma cómo combaten hoy la enfermedad los encargados de aliviarla.

En efecto, si Fujimori sacrificó la legalidad en el altar de la eficacia económica y de seguridad, el Ministerio Público añade hoy ilegitimidad al Estado de Derecho abusando de normas excepcionales de coacción más allá de la que puedan producir gobernantes desvirtuados.

Al aplicar ordinariamente normas que implican extraordinaria limitación de libertades a todos los expresidentes desde Paniagua en base a una figura sin ninguna tradición jurídica en el Perú (la delación premiada), la fiscalía distorsiona su propia función. Para ejercerla hoy depende del contrato con un delator y del rigor excesivo en la aplicación de la detención preliminar y la prisión preventiva de largo aliento como si el impedimento de salida del país y la detención domiciliaria fueran cosa de niños.

Y como el Ministerio Público ha tenido poco éxito en ese ejercicio (la extradición de Toledo no se concreta, Humala debió ser liberado, García se ha suicidado y Kuczynski se defiende octogenariamente del abuso), quizás a su retorno de Brasil la fiscalía intente un logro coactivo mayor que el Estado de Derecho no le agradecerá (o, dada su arbitrariedad “técnica”, de pronto llega ablandada por no haber logrado una imputación fenomenal sobre su reciente presa).

Esa conducta rigorosa es tan abrumadora que quizás ha contribuido a que otros funcionarios estatales pierdan el celo en el resguardo de otros bienes comunes. Como los intereses nacionales en nuestra política exterior.

Habiendo tenido el corruptor (las empresas brasileñas) el marco eventual de entidades públicas (Petrobrás, Bndes) y de funcionarios estatales es claro que nuestra política exterior (que ha sido dirigida por jefes de Estado hoy afectados) ha sido seriamente dañada.

Al respecto, el mutismo de los encargados de gestionarla se presta a imaginar que éstos prefieren que el asunto siga judicializado cuando lo mínimo esperable es la protesta oficial por intereses vulnerados. Un presidente muerto, otro fugado y un tercero vapuleado en sus derechos elementales son hechos suficientemente escandalosos como para exigir explicación sobre cómo se ha procedido al respecto.

Especialmente si el corruptor y delator mayor –Odebrecht-, sigue haciendo negocios en el Perú.

Pero quizás nuestra debilidad estatal y falta de influencia externa sea inversamente proporcional a los alardes de poder que algún diplomático cantó asegurando que era su principal función profesional.

Si antes fue el Ministerio de Economía el el gran centralizador del sector externo no se querrá ahora que lo sea el Ministerio Público.

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