Alejandro Deustua

29 de oct de 2008

Estados Unidos: Los Grandes Desafíos de una Elección Presidencial

Por la dimensión de los problemas existentes que deberá resolver antes que por las sorpresas que afronte el nuevo gobierno, las responsabilidades del próximo presidente norteamericano serán inéditas. Salvo por Fanklin Roosevelt, ninguno inquilino de la Casa Blanca ha confrontado desde el inicio de su gestión una combinación de crisis económica global con un cambio sustancial del sistema internacional.

En efecto, si bien Wilson tuvo que hacer frente a decisiones de vida o muerte propias de la Primera Guerra Mundial, no tuvo una crisis financiera en sus manos y Hoover debió confrontar el crash de 1929 pero no la Segunda Guerra. Si bien cada una de estas catástrofes fueron inmensamente mayores a las del conjunto de las crisis actuales, aquéllas no se presentaron juntas. Y si por su dimensión, los problemas que debió manejar Nixon (afrontar, sin respaldo nacional, el término de la guerra de Viet Nam y transitar por la quiebra del sistema de Bretton Woods) se parecen más a los de hoy, la crisis económica que se le planteó a inicios de la década de los 70 no se había presentado cuando fue electo.

En cambio, quien asuma el poder el próximo 20 de enero en Washington DC habrá sido electo explícitamente para, entre otros objetivos, superar la inmensa crisis financiera global y contribuir a consolidar el orden internacional de un sistema en plena mutación. Aunque, con diferente intensidad que en situaciones de crisis anteriores, ello pasa por la reconstrucción del poder norteamericano, su status, liderazgo y credibilidad en el mundo como sugiere Madeleine Albright (aunque la ex Secretario de Estado quizás hubiera elegido el momento post-Nixon para establecer la referencia histórica del momento actual).

En buena cuenta, la próxima administración deberá culminar con éxito, una extracción responsable de tropas (retirada juiciosa o permanencia adecuada) de un conflicto inducido externamente que, quizá más por su deficiente conducción original, genera confrontación en los propios Estados Unidos. Y, simultáneamente, deberá superar un crash financiero que, a pesar de la antigua visibilidad de sus síntomas, culminó un largo ciclo expansivo que debió haber logrado un aterrizaje suave.

En materia de seguridad, ello pasa por factores bastante más elementales que la consolidación de la capacidad de poder de la primera potencia (por ejemplo, la restauración de la fiabilidad de los servicios de inteligencia cuya información errónea condujo a cruciales y apresuradas decisiones bélicas o el replanteamiento de los criterios estratégicos que orientaron el ineficiente desarrollo inicial del conflicto). Y en materia económica, la superación de la recesión reclama la recuperación de la sensatez reguladora frente al anárquico avance de la tecnología financiera que ha sobreexplotado la política de desregulación iniciadas por Reagan y Thatcher en los 80.

Los países latinoamericanos que no han desarrollado un antinorteamericanismo radical y que no se escudan en la evaluación peyorativa de una gestión de poder percibida como fundamentalista, unilateral y poco exitosa, están interesados en que el liderazgo de Estados Unidos recupere su carácter cohesionador. Y, en consecuencia, desean que el próximo presidente pueda superar los grandes desafíos que se le plantean para beneficio propio y ajeno.

Aunque el sistema internacional tienda a flexibilizar su estructura, esos Estados latinoamericanos siguen considerando a Estados Unidos como un actor tan determinante como imprescindible en la región. En consecuencia, la primera potencia debe poder interactuar con sus socios teniendo en cuenta, de manera más minuciosa, sus intereses aunque éstos sean calificados por las ineludibles categorías de poder. Al respecto, más que una “política” norteamericana (que siempre ha existido) estos países esperan que la prioridad regional mejore en la percepción de la primera potencia y que, en todo caso, no esté sometida innecesariamente a los términos de la confrontación extrarregional.

A este requerimiento la propuesta retórica del señor McCain parece más consistente si se considera tanto el diagnóstico (el discurso de Florida de junio de 2007) como la visión orgánica de los problemas de seguridad, de la importancia del libre comercio y de la asociación con los Estados regidos por la democracia representativa. La propuesta del señor Obama parece, en cambio, menos focalizada y más condicionada a los intereses de un sector de los ciudadanos norteamericanos (especialmente en materia comercial en niveles que algunos calificarían de proteccionistas). Y, sin embargo, se plantea como más comprometida con el desarrollo (aunque dentro de los límites genéricos de los Objetivos del Milenio).

Sin embargo, la propuesta del señor McCain se presenta de manera demasiado ligada a un tipo de ejercicio del poder convencional que es percibido como vinculado con la administración del presidente Bush. En cambio, la menos explícita propuesta del señor Obama se presenta bajo el formato más flexible del “diálogo” (especialmente el del diálogo, “sin condiciones previas”) con los opositores a Estados Unidos.

Estos patrones maniqueos propios de la campaña electoral generan percepciones equivocadas en la región (y quizás en el mundo) que oponen al “beligerante realista” que patrocina el uso de la fuerza contra el “baluarte” del idealismo con mayor popularidad en los ciudadanos del mundo. Este escenario polarizado no corresponde a la práctica de política exterior norteamericana que, aunque con diferentes orientaciones y matices, apela a distintos equilibrios entre fuerza y diplomacia entendidos ambos como instrumentos de poder.

Al respecto debe recordarse que desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos no sólo no ha apelado al uso de la fuerza convencional en América Latina sino que ha insistido en establecer, de manera cooperativa, un régimen esencialmente liberal en los países que integran el sistema interamericano.

Quien resulte presidente de los Estados Unidos deberá insistir en ese camino ahora redefinido por un nuevo balance de poder en el área. En consecuencia, si tiene sentido que los principios liberales se patrocinen mejor en el ámbito hemisférico, es aún más sensato el establecimiento de relaciones especiales con el conjunto de países que respetan la democracia representativa y la economía de mercado.

De otro lado, mientras los miembros de las diferentes regiones latinoamericanas mantengan posiciones encontradas, no sería apropiado que Estados Unidos insista en establecer políticas ad hoc para cada conjunto subregional. En lugar de ello, su labor debiera consistir en tratar de eliminar fricciones como corresponde a un líder regional y, por tanto, contribuir a generar estabilidad en un medio que la está perdiendo en el campo económico, social y de seguridad.

Sin desmerecer alguna nueva y eventual doctrina hemisférica, donde se debe mostrar más progreso es en el ámbito bilateral. Aquí los Estados con intereses convergentes deben poder acceder a un trato preferencial al tiempo que elevan los respectivos niveles de cooperación.

En este ámbito se podrán resolver mejor, en el escenario regional, los grandes desafíos que confronta Estados Unidos en el mundo.

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