Alejandro Deustua

10 de nov de 2005

Fujimori, Dicen, no es un Delincuente Político

11 de noviembre de 2005

La irrupción de Alberto Fujimori en Chile en momentos en que Perú afirmaba la base legal de su dominio marítimo evidencia la importancia que el personaje atribuye a la ambición personal en relación al interés nacional que alguna vez los peruanos le encargaron defender. Esta escala de prioridades no deriva de la ignorancia, puede ser producto de una “inteligencia” desbordada y ciertamente es propia de quien está habituado a la impunidad.
 

 
Para cambiar esa condición, la Procuraduría ad hoc ha anunciado que va a sustanciar 20 solicitudes de extradición correspondientes a otros tantos delitos que el fugitivo pretendía evadir electoralmente desde Santiago en lugar de dar cuenta penal sobre los mismos en Lima. Entre ellos no se encuentran los delitos políticos ni el daño público causado por la complicación de la relación peruano-chilena en momentos de especial complejidad.
 

 
Y tampoco responderá por la inducción de desconfianza entre ambos Estados (ahora, en apariencia, revertida), por los nuevos conflictos bilaterales que podrían surgir (p.e. los interinstitucionales si se entorpece la extradición), por el poder que Fujimori ha entregado al vecino sobre la orientación de nuestro proceso electoral, ni por los daños causados a éste por el manejo de un problema kafkiano que no ha buscado.
 

 
Es más, a Fujimori no se le incriminará por su propensión a subordinar al país al fuero internacional (de lo que dio señales cuando, en Bahamas, el orden interno del Perú fue determinado desde fuera sin conocimiento local) y que ahora lo conduce a someterse a la jurisdicción externa antes que a la nacional para vergüenza colectiva. Como tampoco se le imputará delito alguno por haberse subordinado a una potencia extranjera mientras ejercía el cargo de Jefe de Estado y Representante de la Nación en acto doloso generalmente considerado como traición a la Partia.
 

 
Por esa transgresión sin precedentes en la historia del Perú, precedida de una declaración de incapacidad apurada por su renuncia trasnpacífica, Fujimori apenas ha sido impedido de ejercer cargos públicos por una década (término que ya quisieran delincuentes comunes canjear). En consecuencia, la benignidad en el trato político del personaje bien puede haber incrementado en él una sensación de invulnerabilidad ya probada paséandose a placer por territorio nacional - el Consulado peruano en Tokyo- cuyos funcionarios, a pesar de contar con la orden de captura cursada a Interpol, no hicieron nada por detenerlo. El motivo: demostrar que el delincuente político no era un persguido político y que como delincuente común podía desafiar a la autoridad peruana y, además, ser servido por ella.
 

 
Esto ocurría mientras nuestro Embajador en Japón iba y venía de la Cancillería japonesa sin ser escuchado, sin que su mano fuera fortalecida desde Lima y sin que éste fuera dignamente retirado a tiempo. Hoy, por fin, éste ha sido llamado pero sólo cuando su ciclo, equivalente a la mitad de la suspensión política de Fujimori, ha culminado.
 

 
A la sombra de estas circunstancias que han ridiculizado nuestra política exterior y erosionado sustancialmente la institución de la Presidencia de la República, es imprescindible que el Estado esclarezca cuál ha sido la vinculación de Japón con Fujimori, que obtenga la extradición del personaje y que éste sea adecuadamente juzgado. Nada menor es aceptable. Y menos al costo de mayor disolución y descrédito nacionales.

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