Alejandro Deustua

2 de ago de 2005

La autoridad y la amenaza del narcotráfico

3 de agosto de 2005

No hay mejor combinación para la destrucción de un Estado que la irracionalidad y el deterioro ético de su liderazgo complementado por la indiferencia ciudadana a las normas básicas de cohesión nacional.
 

 
Si en el siglo XIX el caudillismo fratricida fue el ejemplo inicial de qué es lo que no se debe hacer para promover la construcción estatal, en el siglo XX los vicios del fujimorato y la pasividad ciudadana frente al terrorismo fueron la muestra más reciente y palpable de esa patología nacional. En el siglo XXI esos ejemplos autodestructivos quisieran repetirse alimentados por caudillos regionales en Cuzco, Puno y Huánuco apoyados por grupos ciudadanos que no ven sino su beneficio inmediato y apañados por el líder de un partido oficialista que no parece distinguir entre el narcotráfico y el interés nacional.
 

 
Este peligroso síndrome no ocurre, sin embargo, en el vacío. En tiempos de irrelevancia partidaria e inanición normativa en los que la lucha por el poder vuelve a planterase como un fin en sí mismo, los modelos para lograr el éxito inmediato no sólo proliferan sino que parecen al alcance de la mano de cada quien. Uno de ellos, por vernacular, violento, aparentemente reivindicativo y falsamente étnico en un país mestizo es el patrocinado por un tal señor Morales.
 

 
Éste, aprovechando las debilidades de la lucha contra el narcotráfico en su país, pasó de encabezar la violencia cocalera a secuestrar una causa nacional para derrumbar dos gobiernos democráticos en la vecina Bolivia. Para hacerlo no vaciló en manipular la representación de justas causas sociales, extrapolar el debate sobre los recursos naturales –el gas- y retroalimentar el peligro de escisión nacional.
 

 
Hoy, ese ejemplo de rápido éxito antisistémico, que da poder pero no legitimidad, ha empezado a torcer la conducta de líderes regionales en el Perú que, desde el Cuzco y Puno hasta Huánuco, pretenden coaccionar al gobierno central en materias que, como el cultivo de coca, pertenecen exclusivamente a la competencia de éste último por constituir asuntos de seguridad nacional. Y lo hacen de manera hostil amenazando con paros departamentales al amparo de un proceso de descentralización que, en un país de tradición centralista, empieza a dar sus primeros pasos innovadores en el área.
 

 
No ha de ser poco el nivel de presión si el presidente Toledo no se animó a llamar por sus nombres a esos líderes regionales ni a los departamentos que respresentan en el Mensaje a la Nación este 28 de julio. Ese error debe ser corregido de inmediato ahora que la línea entre la reforma descentralizadora y su apropiación por agentes que le hacen el juego al narcotráfico empieza a ser borrada.
 

 
La reacción debe ser más contundente todavía, si el líder partidario correspondiente, el oficialista señor Olivera, se ha puesto del lado de su insurreccional correleginario, el señor Cuaresma, y en contra de iniciativas planteadas por el Ejecutivo para contener el problema: la acción de inconstitucionalidad planteada por la Oficina del Primer Ministro ante el Tribunal Consitucional para declarar ilegales las ordenanzas que pretenden liberarlizar los cultivos de coca en diferentes valles del país.
 

 
No es necesario ser toledista para tomar nota del peligro que esas ordenanzas suponen y de la fuerza amenazadora que las ampara: el narcotráfico en momentos en que su vínculo con el terrorismo se ha puesto nuevamente en evidencia. Si ésta es una amenza directa al Estado, pues lo responsable es fortalecer a la autoridad legítima aunque se pueda discrepar de ella en otras materias. Y lo irresponsable, como lo ha hecho el señor Olivera, es contribuir al desafío a la autoridad en estas circunstancias.
 

 
Esa acción no sólo dice mucho de la ambición personal de ciertos líderes políticos sino que los descalifican para desempeña roles cuya sustancia es la reprentación del interés nacional. Y si ésta es la labor principal de un embajador, pues el señor Olivera no puede seguir reprentando al Estado peruano en el exterior sin causar graves perjuicio al interés colectivo. Y, por supuesto, mucho menos debe ser considerado para cargos ejecutivos que, como la Cancillería o el Premierato, conllevan las más altas responsabilidades nacionales luego de las que competen a la presidencia de la República.
 

 
El Perú, ni sus departamentos o regiones, va a volver a ser gobernado privilegiando intereses personales o de facciones. Y mucho menos en función de aquéllos que representan amenazas como el narcotráfico. Ninguna cobertura vernacular o pseudo-nacionalista será lo suficientemente poderosa como para devolvernos al XIX o para convertirnos en simples testigos de cómo se destruye al Perú nuevamente.

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