Alejandro Deustua

5 de may de 2005

La Dra. Rice y Latinoamérica

6 de mayo de 2005

En el marasmo del golpe de Estado ecuatoriano y de la compleja contienda diplomática librada para elegir al Secretario General de la OEA, la visita de la Secretario de Estado a la región a fines de abril perdió visibilidad pero no importancia.
 

 
Aunque ésta sea calificada como una gira de “buena voluntad”, su relevancia es mayor en tanto sigue, sin demasiada solución de continuidad, a las vistas realizadas por la Secretario de Estado a Europa y Asia luego de la toma de posesión del cargo el pasado 26 de enero. Si ello indica, de manera protocolar, la prioridad regional para la administración Bush, también define su dimensión estratégica en torno al objetivo central de la política exterior norteamericana: la consolidación de una comunidad de Estados democráticos en el sistema internacional, su involucración en un sistema se seguridad colectiva contra el terrorismo global y los problemas del desarrollo y su proyección al resto del mundo.
 

 
En ese marco, América Latina es ciertamente vista como parte de esa comunidad de naciones. Su posición, sin embargo, quizás no corresponda al núcleo de esa entidad sino a una periferia que tiene un rol que cumplir: fungir de referencia a los Estados democráticos emergentes en áreas tan lejanas como el Asia Central (Afganistán), el Medio Oriente y los países de la periferia rusa. La Dra. Rice parece tener claro ese status en el discurso. El problema está en cuánto de ello translada a la práctica en términos de efectiva interacción estratégica.
 

 
Desde la perspectiva del funcionamiento democrático esa dimensión parece ser más realista que lo esperado en una “dura idealista” como la Dra Rice. En efecto, si la calidad regional es definida por ella en función del progreso realizado en las últimas dos décadas, entonces la dimensión estratégica latinomericana parece ser entendida dentro de las limitaciones de una región en tránsito político cuyo afianzamiento ocurrirá, esforzadamente, en el largo plazo. En términos concretos ello implica que si se cataloga a la región como una que comparte valores democráticos con los Estados Unidos, la esperada aplicación de los mismos en esta parte del mundo será proporcional a su grado de evolución. Por lo tanto la implementación de la Carta Democrtática quizás no será estricta y, eventualmente, hasta arbitraria.
 

 
Así, el régimen democrático interamericano, seguirá castigando justamente a Cuba, será una vara de severa referencia para Venezuela y, en casos de golpes de Estado en estados débiles, como el ecuatoriano, reclamará el respeto del orden jurídico –o más bien, el rápido retorno al estado de derecho- para tratar con el gobierno de turno. En consecuencia, en la perspectiva de Estados Unidos, la afiliación a los principios y valores de la democracia parece contar hoy más que el cumplimiento de sus reglas y procedimientos. Se puede entender, por tanto, que una adecuada dosis de pargamatismo acompañará a la aproximación de la “dura idealista” a la implementación de la “claúsula democrática”.
 

 
A pesar de que la Dra. Rice destaque la importancia del progreso gradual alcanzado por América Latina en torno a las obligaciones que impone la suscripción de esta “cláusula” (que implica que su vulneración conlleva la suspensión de la participación en el sistema del país que la violente), no creemos que esa aproximación sea un progreso si se toma en cuenta el esfuerzo colectivo desplegado para consolidar el régimen de la democracia representativa en la región.
 

 
Sin embargo, debe reconocerse que el entendimiento norteamericano en la materia muestra buena disposición al trato antes que disposición coercitiva. Y también una comprensión de que ese trato está vinculado a las condiciones de desarrollo en esta parte del mundo. Sin embargo, su traducción en “progreso” parece ser entendida como una simple función de la “apertura” (una economía abierta) que debe enriquecerse con el cumplimiento de los objetivos de la Conferencia de Monterrey. Ese propósito sería más loable si los objetivos de incremento del comercio mundial, reducción de la deuda, movilización de recursos hacia los países en desarrollo e incremento de la cooperación estuviesen en plena ejecución. En lugar de ello Estados Unidos prefiere entender esos compromisos como un esfuerzo nacional de mayor gasto social cuando los límites de inversión publica están fuertemente limitados y los recursos –incluyendo la inversión extranjera directa- no afloran como debieran a la espera de la nueva aproximación asistencialista (el Milleniun Account).
 

 
En consecuencia, la “apertura” vuelve a entenderse sólo como comercio. Y por tanto, los acuerdos preferenciales de carácter bilateral (los TLC) renuevan su prioiridad como forma de generar interdependencia “desarrollista” con la primera potencia. Ello, sin embargo, no va desprovisto de saludable consideración estratégica: por ejemplo, la referencia al CAFTA es explícitamente reconocida como un instrumento de interés norteamericano en tanto facilita exportaciones a esa subregión por un valor superior s las que se orientan a Rusia.
 

 
El problema es que esa variante comercial no está acompañada con similar entusiasmo mutilateral ni por el decidido compromiso de quienes deben aprobarla. Si el Congreso norteamericano –especialmente, el sector Demócrata- se muestra incrementalmente indispuesto a transformar en ley interna un tratado ya negociado-el CAFTA- , la Secretaría de Estado tendrá que desplegar esfuerzos dentro de su país más decididos para que su aproximación en este punto sea verosímil. En la perspectiva de la Dra Rice, ésta es la conclusión lógica si se desea que el desarrollo acompañe al fortalecimiento democrático en la región. Como es evidente, los latinoamericanos no podemos darnos por satisfechos con esa definición de sus expectativas de progreso.
 

 
Si en este marco, que no implica un nuevo gran diseño para la región, se explica la visita, ésta también señaló claras priordades de intelocuión bilateral que calzan como guante al status atribuido a los países visitados: Brasil, Chile, Colombia y El Salvador.
 

 
Brasil ha sido explícita y nuevamente reconocido como una potencia emergente de proyección global ratificando el rol de liderazgo de ese vecino en Suramérica (y también la consolidación de la estratificiación de poder en nuestro ámbito). Este reconocimiento tiene, por lo momenos, dos proyecciones inmediatas. Primero, lograr que esa potencia regional contribuya más activamente a la moderación del compotamiento hostil de Venezuela y de su relación especial con Cuba. Aunque el presidente Lula no ha se ha mostrado entusiasta al respecto, sí sabe que ese rol deberá ser ejercido si no desea perder legitimidad regional en el mediano plazo.
 

 
Segundo, la fluidez del diálogo privilegiado con el Brasil deberá inducir a ese país a ejercer el rol de co-presidente del proceso ALCA con menos inhibiciones de las que ha exhibido hasta ahora. Aunque Brasil deberá entenderse con la superpotencia en esta materia por la dinámica natural de la realidad económica, ese rol parece tener hoy en Argentina un candidato mejor dispuesto.
 

 
A Colombia, a su vez, le ha sido ratificado el status de aliado principal en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico. El Plan Colombia continuará pese a quien le pese y el centro de la gravedad de la atención norteamericana en la subregión adina seguirá pasando por Bogotá. Al margen de las preocupaciones de Venezuela, el vínculo colombo-norteamericano debe ser saludado. Pero el costo de la discrimación en materia de seguridad con los demás paises andinos debe ser fuertemente reducido.
 

 
De otro lado, Chile, ha vuelto a ser reconocido como el modelo económico y politico preferido en la región. Aunque esa es una referencia conocida que requería alguna mención en el contexto de la conferencia global sobre democracia en el mundo que albergaba Santiago en momento de la visita de la Dra Rice, el trato especial consecuente quizás no debiera llegar al punto de premiarlo con un súbito consenso en torno al candidato chileno a la Secretaría General de la OEA sin que las partes que mantenían diferencias justificadas al respecto no recibieran alguna explicación por el resultado. La relación especial norteamericano-chilena quedó, en todo caso, confirmada.
 

 
Finalmente, El Salvador fue reconocido como el socio pequeño pero eficiente capaz de contribuir con la superotencia en el escenario bélico (Irak) extraregional sin descuidar su gobernabilidad democrática. La referencia centroamericana fue también claramente señalada.
 

 
Si el esfuerzo de la Secretaria de Estado por reconocer a cada subregión latinoamericana (Centroamérica, la subregión andina y el Cono Sur) una importancia singular ha quedado claro, también ha resultado evidente que el núcleo democrático de la periferia latinoamericana en el ámbito de la comunidad democrática internacional está constituido por esos cuatro países en la percepción de la suportencia. De lo priemro nos felicitamos. De los segundo tomamos nota en tanto esa comunidad es vista como activa en la formación de un nuevo concepto estratégico: la construción de un balance de poder global favorable a los Estados democráticos.
 

 
Quizás en otro momento la Dra Rice desee dar cuenta más concreta de ese hecho y de la razón por que, en esta oportunidad, la preocupación por la seguridad colectiva interamericana pasó completamente desapercibida.

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