Alejandro Deustua

8 de nov de 2012

La Reelección del Presidente Obama

La amplia mayoría de votos electorales (303 vs 202) y la mayoría del voto ciudadano (50.4% a 48%) han otorgado al presidente Obama un mandato incuestionable para consolidar la recuperación económica, restablecer la cohesión social e intentar restaurar las capacidades que definen a la primera potencia.

Aunque la victoria no ha sido abrumadora (los demócratas han vuelto a perder el control de la Cámara de Representantes dando la impresión de que todo sigue igual en la distribución de poder entre el Ejecutivo y el Legislativo), es lo suficientemente sólida como para cambiar la filiación republicana con la extrema derecha (el Tea Party), alterar la percepción del centro de ese partido sobre los beneficios del “chorreo” (que justifica el privilegio de las élites en tanto la riqueza se distribuya de arriba abajo) y, en consecuencia, retomar el enfoque bipartidista para afrontar los gravísimos problemas inmediatos (entre los económicos, el “fiscal cliff” cuya solución, sin embargo, podría no ser sustantiva ) y de mediano plazo (el déficit fiscal y el sobreendeudamiento).

En cualquier caso, si esa aproximación no se logra, el segundo período de Obama se inicia con la legitimidad que le otorgan las clases medias (que el candidato republicano quiso disputar a última hora) y de numerosas minorías que, organizadas en grupos de interés, componen la compleja sociedad norteamericana.

Entre las primeras se encuentra la gran mayoría del electorado norteamericano. Aunque su identificación sea imprecisa (clases media alta y baja definidas por educación, tipo de trabajo, o ingresos que van desde los US$ 35 mil hasta más de US$ 100 mil al año y menos de US$ 250 mil), el hecho es que se trata de la clase social que sostiene a las democracias capitalistas (sin su apoyo, el riesgo de la plutocracia y de autocracia es mayor –Fukuyama-).

Y entre las minorías, sobresalen las definidas demográficamente: la mayoría de los jóvenes que tienen una mayor tasa de desempleo y la de los “hispanos” que componen alrededor del 17% de la ciudadanía norteamericana (que con los negros representan, según algunos hasta el 40% del apoyo a Obama).

La relevancia política de esta composición general del voto que hoy apoya a Obama consiste en que entierra las repercusiones sociales de las políticas de la era Bush que, habiendo privilegiando a los “ricos” (inclusive en tiempos de guerra), consideraba que su capacidad financiera no sólo esparcía riqueza sobre el resto de la sociedad sino que legitimaba su jerarquía en tiempos marcados por una explosión general de expectativas.

Pero si ese enfoque fue favorable al desarrollo extraordinario, desregulado y hasta abusivo del mercado financiero, ello no implica que los defectos de ese sector económico vayan a corregirse rápidamente mediante mayor control y regulación mientras se estimula abiertamente la economía real (que probablemente se beneficiará más de la continuidad de las bajísimas tasas de interés –como ha comprometido el FED hasta el 2014- que de algún tipo de subsidio mayor para facilitar el crédito y la generación de empleo).

En otras palabras, la “nueva era” aludida por el Presidente Obama en su campaña y el optimismo de su discurso de victoria no implican un “New Deal” al estilo del gran Franklin Roosevelt en la etapa de globalización fragmentada, de compleja crisis sistémica, de cambio sustancial en los “modos de producción” y de necesidad de equilibrio fiscal en que vivimos.

Por lo demás, si en el frente externo, la “nueva era” implica el “fin de las guerras” en que Estados Unidos está involucrado (Irak y Afganistán), ciertamente ello no es equivalente a la renuncia del uso de la fuerza en nuevos escenarios. Aunque su empleo sea más selectivo en el futuro, su ámbito probablemente tendrá que ampliarse. En consecuencia, estará en permanente tensión con los requerimientos del recorte del presupuesto de defensa y las necesidades de reestructuración de la capacidad militar norteamericana.

Si bien es cierto que Estados Unidos privilegiará la diplomacia (y lo que, equivocadamente, se denomina “soft power”) para evitar el aislacionismo, negociar en lo posible los términos de un orden mundial emergente y mantener las mejores relaciones con aliados nuevos o tradicionales, los requerimientos de una potencia mayor seguirán basándose en una fuerza militar correspondiente. Especialmente cuando ésta será desafiada por la proyección de poder de otras potencias emergentes.

En otras palabras, la “nueva era” planteada por el Presidente Obama estará lejos del pacifismo o del idealismo obtuso por el simple hecho de que tendrá que lidiar con las limitaciones de la ampliación del orden liberal y con crecientes requerimientos de balance de poder.
 

 
De otro lado, la “nueva era” implicará también inmensos sacrificios lejanos del paraíso redistributivo que algunos esperan en tanto la economía norteamericana debe enmendar fallas estructurales que comprometen su solvencia en el mediano y largo plazos y dificulta el objetivo económico y social mayor: la creación de empleo.

Como es evidente, ese problema no es sólo interno cuando el principal socio de Estados Unidos, la Unión Europea, lucha por la supervivencia monetaria, contra extraordinarios desequilibrios fiscales, el crítico debilitamiento nacional de sus socios y el riesgo de fragmentación que los aqueja.

El componente externo del ese problema económico es aún más claro cuando el principal rival norteamericano –China- es también su principal comprador de bonos, un socio comercial de primer orden que tiende a incumplir con normas fundamentales del comercio y una locomotora del crecimiento global cuya desaceleración tendría un impacto mayor en la economía norteamericana.

Este conjunto de problemas específicos forman parte de una arraigada percepción norteamericana (que otros comparten) conocida como “declinismo” (que el finado Samuel Huntington dejó en su cuarta o quinta ola). Aunque el declive norteamericano pueda contenerse en términos absolutos, el Presidente Obama sabe que éste es inevitable en términos relativos en tanto la competencia de las potencias emergentes será cada vez mayor y Estados Unidos no podrá recuperar su capacidad hegemónica en el sistema internacional.

Es en este marco que la primera potencia querrá, bajo la segunda Administración Obama, asegurarse de que su jerarquía no le sea arrebatada aunque el status de otras varias potencias deba ser reconocido (como ya viene ocurriendo).

Y es también en este escenario estructural que América Latina debe entender su posición frente a Estados Unidos en esta “nueva etapa”. Si bien nadie anuncia grandes cambios en la aproximación de la primera potencia a la región (Shifter) y ésta haya sido tontamente marginada de casi toda mención en los debates preelectorales, el hecho es que el poder crecientemente relativo de los Estados Unidos tenderá inercialmente a incrementar su relación con la región.

En efecto, si el crecimiento del mercado regional y la buena disposición de un buen número de socios en el denominado Hemisferio Occidental marca ese camino, el creciente peso político de la comunidad hispana en Estados Unidos lo tiende a consolidar. Si el olvido de esta realidad por los señores Obama y Romney es recusable, la tendencia histórica es difícilmente cuestionable. Queremos creer que el Presidente Obama lo sabe. Si ello no ocurre, es tarea de los latinoamericanos hacérselo saber.

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