Alejandro Deustua

23 de feb de 2015

Los Señores de Münich ©

Si tuviéramos que describir a Occidente a partir de las discusiones sobre seguridad en ciertas instituciones como la Conferencia de Seguridad de Münich (que acaba de realizar su 51ª reunión), es claro que esa descripción seguiría estancada en las autopercepciones del orden de la postguerra.

Dominados por anacronismos eurocéntricos y deformaciones estatocéntricas, los organizadores de esa conferencia, que se piensan a sí mismos como la “comunidad estratégica” internacional (y que, a pesar de su estatocentrismo, promueve la solución pacífica de los conflictos y la cooperación internacional en el marco de la interdependencia), no sólo tienen una versión restringida de Occidente (más ligada a los integrantes de la OTAN que a su ámbito civilizacional) sino que confunden al sistema internacional con el orden transatlántico.

Así lo indica la muy marginal presencia asiática y la reiterada postergación de América Latina en la reunión de referencia convocada para tratar temas como el “colapso del orden mundial” y la insuficiencia de sus “guardianes” en enero último.

Este reclamo (que no es una reacción a la postergación formal de los países en desarrollo) obedece a la seria preocupación estratégica que produce el hecho de que la élite occidental entienda hoy que el orden internacional se defina esencialmente hoy por los problemas de Europa en el marco de la confrontación ruso-ucraniana y el desafío que plantea el ISIS a ese continente (antes que a Occidente).

Sin duda la rapidez del escalamiento del conflicto entre Ucrania y Rusia (que es también el de la OTAN y Rusia y el de Estados Unidos y Rusia) es extremadamente peligroso.

Y no sólo por su inasible complejidad (sanciones económicas, consideración de ayudas militares occidentales, presencia camuflada de tropas y armamento ruso, anexión rusa de Crimea, secesión del Este de Ucrania, planteamiento de nuevas doctrinas militares donde la guerra nuclear y convencional es una variable real, marginalidad del Derecho Internacional, uso intenso de la propaganda, fuerte y hostil emergencia nacionalista, provocación militar aérea, ataques cibernéticos y una gran confrontación geopolítica por el control de Europa Central como medio de control de Eurasia) sino porque, en lugar de simplificación, ésta confirma en Occidente la confusión a través de nuevas definiciones como la del “conflicto híbrido” (hasta hace poco la guerra asimétrica o la seguridad integral eran los términos predominantes) que no ayuda a encontrar respuestas eficaces.


 
Peor aún si, en el marco de esta confusión estratégica, los concurrentes a Münich parecen entender que el conflicto en cuestión se limita a Europa y Rusia –como en el siglo XIX- o a Estados Unidos, a Europa y Rusia como en el siglo XX. Ellos no parecen tener en cuenta que, de escalarse a su máximo nivel, no sólo una guerra nuclear entre Rusia y Estados Unidos es posible (p.e. si se persiste en el desconocimiento del concepto de zonas de influencia o de disuasión nuclear -en lo que concordamos con de Rivero -) sino que, de mantenerse en un nivel inferior y prolongado, el conflicto podría involucrar a China (en principio, un aliado continental ruso), Pakistán (aliado chino), India (una potencia nuclear que se alinearía con Estados unidos) y Japón (un aliado norteamericano).

Una guerra en Eurasia y una tercera guerra mundial tienen ese nivel de interacción. Sin embargo, sólo representantes menores de potencias asiáticas fueron invitados a Münich para cumplir un rol excéntrico: debatir, de manera minimalista, sobre sus propios conflictos e intentos de construir arquitecturas regionales de seguridad.

Por lo demás, en Münich también se trató de la amenaza que plantea el ISIS. Pero se escuchó poco de la responsabilidad occidental en la destrucción del orden en el Norte de África y el Medio Oriente, sí algo de la irresponsabilidad de las élites árabes y casi nada de las posibilidades de solución de largo plazo (no hay otras). A diferencia de los escasos participantes asiáticos –que expusieron colectivamente-, quien escribe estas líneas no registró la presencia de ningún participante árabe de trascendencia.

Nadie niega el derecho de los organizadores de este tipo de conferencias a invitar a quienes les parezca. Pero lo que no pueden hacer es atribuirse el derecho al establecimiento de la agenda del orden internacional, prescindir de su dimensión sistémica y de jerarquizar la problemática de manera interesada sabiendo que su poder contribuye a construir percepciones oficiales y oficiosas.

Peor aún, en este caso lo que salió de Münich no corresponde siquiera al enfoque estratégico transatlántico en tanto los participantes norteamericanos debieron recordar que Estados Unidos es también una potencia del Pacífico y que no podían circunscribirse a las prioridades europeas de Münich a pesar de su gravedad.

¿Y América Latina? Inexistente en presencia y en problemática bajo enfoques de seguridad (salvo el caso de Colombia mencionado por algún representante norteamericano). Ni la crisis venezolana (que manifiesta tendencias violentas), ni la crisis de gobernabilidad en uno de los BRICS (Brasil), ni la violencia en México, ni el desgobierno argentino, ni la pérdida de status de las potencias emergentes del Pacífico sureste, ni las implicancias que ello implica para APEC y el TPP y para el orden interno de la región fue preocupación.

Peor aún, ni siquiera la mayor presencia china y rusa en el área y la que, gracias a la presencia de Irán, el Hezbollah y la proyección global del califato puede tener la potencial actividad islámica en la región motivó la imaginación de los señores de Münich.

En su favor diremos, que los latinoamericanos, gracias a la fragmentación generada por Venezuela y sus aliados, de nuestro exceso de entusiasmo por la buena suerte del largo ciclo de altos precios internacionales de materias primas y nuestro declinante peso en el orden internacional desde la última crisis de la deuda del siglo pasado hace tiempo que estamos ayudando a transformar la condición periférica en Occidente en marginalidad estratégica sistémica. Si algunos piensan que esto es bueno para la región, estamos en desacuerdo.
 

 
América Latina quiere ser una región que sus miembros, sin embargo, desintegran cíclicamente, un centro de influencia cuya proyección global disminuye progresivamente, un núcleo de poder cuyas potencias se contraen apenas alcanzan el rasero de la trascendencia sistémica y hasta un continente que, albergando a civilizaciones fundacionales, no ha aprovechado la potencia de su mestizaje para superar la imagen del centro turístico.

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