Alejandro Deustua

6 de dic de 2013

Mandela

Nelson Mandela fue un líder universal por lo que propuso y realizó para Suráfrica. La justicia de su causa, la disposición conciliadora con que logró realizarla, el respaldo internacional que congregó en ese empeño, la entereza mostrada frente a la represión y la capacidad de deshacerse de tentaciones revanchistas en el establecimiento de un nuevo orden en su país contribuyeron a sustentar ese liderazgo en el ejemplo.

La afiliación emocional que logró sólo es comparable con la que generaron Gorbachev y quizás Juan Pablo II. A diferencia del primero, que mereció la aprobación global por la forma cómo condujo una transición sistémica que, sin derramar una gota de sangre fue sin embargo costosa para su país y sus ciudadanos, Mandela logró el reconocimiento de todos los surafricanos. Y a diferencia del segundo, sus logros y conducta fueron bien terrenales en tanto sus posibilidades de apelar a una instancia espiritual o ideológica fueron inexistentes, improbables o ineficaces.

Es verdad que parte de la mitología organizada alrededor de este gran líder fue posterior a su propuesta reconciliatoria en un país dividido y confrontado por la dureza y la inmoralidad del apartheid. Ello no resta valor a los que lo abrazaron luego en tanto a un líder no se le juzga sólo por su carisma o convicción sino también por su conducta y capacidad de cambiar el comportamiento, en este caso, de todo un país.

Mandela no siempre fue un líder pacifista o pacífico. Su opción por la lucha armada, si bien planteada luego del fracaso de una inicial aproximación negociadora, están bien documentadas en el apoyo que recibieron él y sus fuerzas de Fidel Castro y Muammar Gadafi.

Pero su capacidad estratégica superó esa opción. Si Sudáfrica debía evitar la guerra civil (entre otras razones porque la ANC, su partido, no podría ganarla) y debía gobernarse de manera inclusiva (porque un gobierno estable sin los Afrikaners era inviable), la reconciliación nacional debía primar desde el inicio y debía manifestarse en el gobierno y en el trato de éste con la poderosa minoría blanca. Si esta conclusión estratégica fue anterior a su convicción pacifista no lo sabemos. Pero ambas se llevaron a la práctica bajo el liderazgo de Mandela.

Y así, luego de haber sido apresado en 1963 y liberado en 1990, en 1994 fue electo presidente llevando como compañero de fórmula a un representante del viejo orden: Frederik de Clerk quien, como integrante del Nuevo Partido Nacional había presidido el gobierno “blanco”.

El Sr. De Clerk no carecía de méritos para ser llamado a desempeñar esa posición en tanto había procurado atenuar el régimen de apartheid y proseguido negociaciones para una transición pacífica. Pero su llamamiento fue más que eso: fue la concreción de los esfuerzos de Mandela para gobernar en beneficio de todos los surafricanos.
 

 
El reconocimiento universal que mereció esa opción política fue señalizada por el premio Nobel de la Paz concedido a ambos personajes un año antes (1993).

Ese reconocimiento fue precedido de un apoyo internacional bien establecido. Así, si el impacto de la Guerra Fría en Sudáfrica contribuyó a mantener a los Afrikaners en el poder, la relajación de esa influencia se originó en la ONU. En efecto, la Asamblea General condenó en 1962 el apartheid y el Consejo de Seguridad procuró, en 1963, un incial embargo de armas al régimen sudafricano.

Posteriormente, la independencia de Namibia lograda en 1990 bajo presión de la ONU (cuyo Secretario General era Javier Pérez de Cuéllar), una compleja negociación entre Estados Unidos y la Unión Soviética (que incluyó el retiro de tropas cubanas de Angola y de tropas sudafricanas de Namibia) y un conjunto de sanciones impuestas por potencias occidentales a Suráfrica en la década de los 80 contribuyeron a aflojar la mano del régimen segregacionista.

Esa acción internacional tuvo como contrapartida la esperanza que encarnaba Mandela como articulador de un Estados de Derecho y de respeto de las libertades en Suráfrica.

En el empeño consecuente, no todo fue un dúctil complemento de idealismo y pragmatismo para este gran líder. Si los objetivos de alcanzar el poder y de eliminar la discriminación en Sudáfrica estaban aún en ciernes con su elección a la presidencia, las divisiones en su partido no se atenuaron como tampoco lo hizo la predisposición feudal y autoritaria de esa entidad.

Cuando concluyó su mandato en 1999, Mandela no había logrado dominar a la ANC. Sus herederos, Thabo Mbeki y Jacob Zuma, no han avanzado mucho en el camino trazado por su gran antecesor. Si acabar con el racismo era mucho pedir, el buen funcionamiento de las instituciones y una gestión pública eficiente ciertamente estaba bajo las posibilidades de ambos gobernantes. Pero ninguno de los dos hizo esfuerzos suficientes para aprovechar las oportunidades complicando seriamente el orden interno en Suráfrica.
 

 
Hoy que el gran líder ha desparecido, la incertidumbre sobre la prosperidad de Suráfrica se hace más visible. Su presidente, el Sr. Zuma debe invocar el espíritu de Mandela para diluirla y culminar la reconciliación nacional que el mundo espera de potencia.

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