Alejandro Deustua

6 de oct de 2005

Problemas del Crecimiento Global

7 de octubre de 2005

El FMI proyecta un crecimiento global de 4.3% para este año y el próximo (1). Sin embargo esa prognosis optimista ha sido fuertemente matizada por los riesgos que amenzan la perfomance mundial (2). El balance del pronóstico se resume, en consecuencia, en crecimiento sólido en el corto plazo pero acosado por creciente incertidumbre sobre cuándo y con qué intensidad se desacelerará más la economía mundial.
 

 
Para corroborar el contraste entre el pronóstico optimista y los desafíos que se le oponen, el FED y el Banco Central Europeo acaban de confirmar su preocupación por el incremento de la inflación en las economías occidentales (el primero ha subido la tasa interbancaria a 3.75% y el segundo ha anunciado que lo hará). Ello ocurre en un contexto de pérdida de empleos norteamericanos en setiembre (la primera en dos años) que, sin embargo, se atribuye al coyuntural impacto de dos huracanes en el Golfo de México (y que es menor a lo esperado: 35 mil puestos perdidos vs. los 125 mil proyectados).
 

 
En cualquier caso, el impacto de las catástrofes naturales en la economía norteamericana es mayor (0.5% del PBI). Éste, sin rembargo, no ha restado fortaleza a la perfomance de la primera pontencia de manera sustantiva (crecerá este año 3.5% con el aliciente de que el boom de la reconstrucción podrá incrementar el dinamismo por un cierto plazo).
 

 
La atención sobre la perfomance norteamericana es superior a la de las demás economías a pesar de que China crecerá 9% en el 2005 (y 8.2% en el 2006) y que Japón se recupera fuertemente (2% este año). Este sesgo se explica parcialmente por el escaso dinamismo europeo (apenas 1.2% este año y 1.8% el próximo) y, en consecuencia, por la falta de alternativas de fuerte impulso económico global.

Ese sesgo también se explica por la preocupación en torno a la excesiva dependencia del crecimiento global de la perfomance de Estados Unidos, ligada, a su vez, a la capacidad de consumo de sus ciudadanos. El FMI considera esa situación como uno de los mayores riesgos de la economía global.

Y si de los riesgos complementarios -los altos precios del petróleo y la sobrevaluación del mercado de bienes raíces-, el último también forma parte de las imperfecciones del mercado norteamericano, la conclusión es evidente: el peso de la primera potencia en la economía global sigue siendo imbatible y excesivamente influyente a pesar de su progresiva disminución a lo largo de las últimas cinco décadas. De allí que hasta el FMI no tenga reparos en acudir al término "dependencia" para calificar este problema.
 

 
Y si, de otro lado, la preocupación que ella genera está ligada al problema de la insustentabilidad del consumo -los norteamericanos no pueden continuar gastando por encima de sus ingresos sin plazo fijo-, la magnitud de los déficits consecuentes evidencia otra manifestación de la dependencia: los desequilibrios macroeconómicos globales inducen a los superavitarios (especialmente el caso chino, cuyo superávit de cuenta corriente es 4% del PBI, pero también el alemán cuyo excedente es de 4.5% del PBI) a financiar los déficits de la primea potencia (la contraprestación es acá la del usufructo del mercado norteamericano por las exportaciones de esos países).

Este encadenamiento pernicioso, denominado "coordinación política implícita" por funcionarios del FMI, es uno de los problemas estructurales de la economía global que deben corregirse. Sin embargo, una de las formas sugeridas para proceder -el incremento del consumo interno en China y la Unión Europea- en tanto implican la incorporación de más reformas estructurales, sólo es posible en el largo plazo.
 

 
La otra forma, el incremento de la inversión derivada de una supuestamente extraordinaria masa de ahorro procedente de los superávits comerciales, no estaría disponible porque la "saturación de ahorro" no existiría (lo que confrimaría que, descontando el flujo hacia los mercados bursátiles, el incremento de la aversión al riesgo del capital, a la luz de las crisis de las dos décadas pasadas, habría reorientado buena parte de esos flujos a los mercados de renta fija de las economías mayores).
 

 
Asumiendo entonces que esas correcciones no son realizables en el corto ni el mediano plazo, el temor por la vulnerabilidad de las economías menores a una contracción grave de la economía norteamericana ha crecido. Ésta podría ocurrir en escenarios controlables pero no improbables. Así, si en lugar de corregir el défict fiscal, el Ejecutivo norteamericano lo incrementa (p.e. vía los gastos de reconstrucción que ascenderían a US$ 200 mil millones), la presión inflacionaria aumentaría sumándose a la que se deriva de los altos precios del petróleo.
 

 
El FED, en consecuencia, debería subir más las tasas de interés eludiendo la tendencia a la neutralidad. Ello contraería el consumo y dificultaría el pago de las hipotecas asumidas con menores tasas en el mercado norteamericano, lo que “reventaría” la burbuja de bienes raíces. El corte de la cadena de pagos impactaría gravemente en el dólar y derrumbaría la confianza en la economía nortamericana inhibiendo el interés de los inversionistas extranjeros. La desaceleración devendría entonces en recesión que, como es evidente, se trasladaría a las economías dependientes del mercado de la primera potencia.
 

 
Si este escenario va evitarse, la corrección de los desequilibrios debe ser gradual. Ello supone la maximización del esfuerzo de crecimiento de otras grandes economías. Pero si el incremento del consumo de esos mercados –como el chino- sólo es posible en el largo plazo o alterando radicalmente sus prioridades antiinflacionarias –como en el caso europeo-, no quedan hoy y ahora demasiadas locomotoras alternativas que no sea la japonesa (cuyo esfuerzo es insuficiente).
 

 
Por ello el FMI llama a la responsabilidad compartida en esta tarea (pero sin convocar abiertamente a una formal coordinación de políticas). Por tanto, la responsabilidad que se reclama de los mercados emergentes pasa por el mantenimiento unilateral de la disciplina fiscal y la incorpración simultánea de más reformas estructurales (laborales, de pensiones, del Estado, etc) además de la reducción de la inestabilidad derivada de la incertidumbre política. El problema es que el Fondo parece aquí confundir políticas de crecimiento –que se aplican de acuerdo a la coyuntura- con reformas estructurales –que operan una sola vez- y certidumbre política con cesación del debate sobre política económica.

Al respecto no parece tener en cuenta que estos mercados, luego de haber realizado un gran esfuerzo reformista, siguen dependiendo del crecimiento por exportaciones (especialmente de materias primas) antes que estimulando una expansión por inversión. Y aunque el Fondo deseara que este cambio ocurriera, propone hoy ajuste sin políticas ni tareas de promoción elemental: el fortalecimiento de la acumulación de capital en los países en desarrollo (que siguen exportando divisas a pesar del incremento de las reservas) y una activa promoción de inversiones hacia las economías menores (que hoy se orientan mucho más entre desarrollados o hacia los grandes mercados asiáticos).
 

 
Si es verdad que el crecimiento global es una responsabilidad compartida, la dependencia intrínseca en él debe flexibilizarse y la coordinación real de políticas –no la “implicita” existente- resulta indispensable.

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