Alejandro Deustua

12 de jun de 2005

Regresión en la OEA

13 de junio de 2005

La Carta Democrática suscrita por los miembros del sistema interamericano en el 2001 establece que la defensa de la democracia representativa es una obligación de todos los gobiernos americanos (salvo Cuba). La dimensión colectivamente obligatoria y eventualmente coercitiva de ese compromiso es resultado de un largo proceso en el que participaron todos los Estados miembros de la OEA desde 1991 (Declaración de Santiago).

Los fundamentos de ese desarrollo, sin embargo, no se originan en esa fecha sino que radican en la organización contemporánea del sistema interamericano. En efecto, el TIAR reformado estableció a mediados de la década de los 70 que el sistema de seguridad colectiva hemisférica depende en buena cuenta de la organización jurídica de los Estados en función de la efectividad de la democracia. Y la Carta de la OEA asumió desde 1948 que la democracia represesentativa es condición indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo americanos. Es más, su versión renovada estableció como uno de sus propósitos explícitos la promoción y consolidación de esta forma de orden interno aun reconociendo la vigencia del principio de no intervención. Si estos objetivos no se cumplieron en el contencioso contexto de la Guerra Fría, aquéllos nunca desaparecieron ni sus principios fueron cuestionados.

De otro lado, cuando a inicios de los 90 la Asamblea General de la OEA retomó la disposición ordenadora en el Hemisferio, la Declaración de Santiago lo hizo a partir del replanteamiento de la democracia representativa como única forma de gobierno reconocida en América. Esa premisa constiuyó la base para proceder a la redefinición del sistema de seguridad colectiva interamericana y para determinar las nuevas formas de interacción económica continental (las reuniones Cumbre de las Américas y el ALCA).

De esa forma la adscripción singular y colectiva a la “cláusula democrática” se fortaleció como condición para pertenecer a los órganos del sistema y como mecansimo de inserción política en Occidente.

Este proceso se desarrolló también a través de los organismos subregionales de integración. Así, la CAN, el MERCOSUR, el Grupo de Río y la Comunidad Suramericana de Naciones adoptaron explícitamente la “cláusula democrática” como condición de pertencia a cada una de esos regímenes.

Y, además, el conflicto con el principio de no intervención fue resuelto explícitamente por los propios Estados al subordinar de manera ad hoc ese valor a los requerimientos del orden asumido. En efecto, mediante los compromisos progresivamente formalizados a partir de 1991 los Estados americanos establecieron documentadamente que no constituiría violación del principio de no intervención la preocupación colectiva por el quebrantamiento democrático en alguno de sus países miembros como tampoco lo serían las acciones colectivas que se tomaran al respecto.

El desarrollo de este compromiso se perfeccionó en la Carta Democrática del 2001 estableciendo su aplicación tanto a través de la solictud expresa de un gobierno en cuyo Estado la democracia representativa estuviera eventualmente en cuestión (art.19) como mediante el requerimiento de cualquier Estado miembro -o del Secretario General de la OEA- cuando el quebrantamiento se realizara (art.20).

Y para eliminar dudas sobre la seriedad del compromiso, el carácter coercitivo de la Carta quedó configurado cuando se estableció que el Consejo Permanente consideraría las situaciones de crisis y que la Asamblea General establecería las acciones a tomar para lograr el retorno a la normalidad en el Estado afectado (art.19). Si, más allá de la designación de misiones evaluatorias, los medios de acción no fueron establecidos, la exclusión del Estado que persistiera en el quebrantamiento del orden democrático quedó claramente comprometida.

A pesar de ello, la XXXV Asamblea General de la OEA recientemente realizada en Florida en el marco de la gravísima crisis boliviana, con el propósito amplio de tratar de “hacer realidad los beneficios de la democracia”, no sólo no ha aplicado la Carta en el caso boliviano sino que se autoimpuesto el incio de otro costoso proceso burocrático para definir los mecanismos concretos a través de los cuales esa convención debiera implementarse. A mayor abundamiento, se ha comprometido también, de manera quizás dilatoria, a la redacción de una Carta Social como si la Carta reformada de la OEA no contuviera todo un capítulo sobre desarrollo integral. Y ha hecho lo mismo con el régimen de seguridad colectiva –incorrectamente denominada ahora “seguridad multidimensional”- como si en la última década un moroso proceso de redefinción sobre la materia no se hubiera producido.

En efecto, sin reparar en los riesgos fragmentadores de la crisis boliviana, la Asamblea General apenas ha invocado a la partes a seguir el proceso constitucional y ha expresado su disposición a cooperar en tanto se lo soliciten las autoridades locales. Y para reforzar su disposición, la Secretaría General no se le ha ocurrido mejor argumento que el recordar su “intervención” en la crisis ecuatoriana que no sólo fue tardía sino que coadyuvó a convalidar un golpe de Estado. Al hacerlo la OEA y sus organismos no sólo no han aplicado la Carta sino que han contribuido a legitimar la práctica de la disolución de la autoridad democrática como mecanismo de solución de crisis sociales.

Esta decisión no sólo constituye un gravísimo revés para la vigencia del régimen de protección colectiva de la democracia representativa en el Hemisferio sino que tiende a debilitar a las democracias nacionales. A la luz de lo actuado en Bolivia y Ecuador, la democracia representativa ha perdido circunstancial sustento interno y protección externa con el aval de la OEA. Con ello los Estados americanos parecieran haber arribado a un punto de inflexión que contrasta seriamente con la disposición colectiva a aplicar los términos preliminares de la Carta Democrática al Perú hasta por dos veces durante la década pasada.

En esta perspectiva, en lugar de promover seguridad democrática, la decisión de la Asamblea General ha abierto la puerta al incremento del desgobierno en la región y al eventual retorno de soluciones de facto en tanto aquélla estimula la pasividad frente a problemas que pueden importar la quiebra de un Estado americano.

Paradójicamente, ello se debe a la restauración argumental del principio de no intervención en una materia en que éste habia sido colectivamente subordinado y a la manipulación política de la dimensión “integral” de la problemática americana tan peligrosamente arraigada en la OEA como punto de partida para la solución de problemas y aplicación de principios.

Al respecto resulta muy interesante la argumentación de ciertos representantes nacionales que, aludiendo a una supuesta identidad entre democracia y desarrollo, restan especificidad al mantenimiento del orden democrático en tanto persistan los problemas de la pobreza. Si esta plataforma se adorna con el replanteamiento del principio de no intervención entonces ya no estamos sólo frente a la vulneración del compromiso comunitario que relativizó la aplicación de ese principio en función de la cautela colectiva del régimen democrático, sino de cara a la defensa ex ante de instrumentos de vulneración democrática bajo las mismas consideraciones que se exhibieron durante la década de los 70.

El hecho de que esta argumentación se haya producido para contrarestar amenazas percibidas por la propuesta norteamericana de establecer un mecanismo permanente de evaluación del comportamiento democrático en la región no resta un ápice a su gravedad. Si bien ese planteamiento evaluatorio es jurídicamente impropio en un organismo internacional –lo que no disminuye la urgencia de establecer alguna forma de prevenir crisis de inviabilidad y de gobernabilidad en el Hemisferio-, no es posible aceptar la regresión del régimen colectivo de protección de la democracia representativa establecido principios del siglo XXI con argumentos propios de la Guerra Fría.

Pero más interesante aún resulta la argumentación de algunas potencias regionales que, recordando la “dimensión social y humana” de la democracia, pretenden confundirla con la vigencia del orden interno en los Estados americanos. Y al hacerlo, oscurecen más el panorama de la Carta Democrática considerándola aplicable sólo en tanto se respete el principio de no intervención, se realice a solicitud de las autoridades de los Estados directamente afectados y se sigan criterios de ”flexibilidad”.

Como en el caso anterior, esta argumentación olvida el compromiso de los representantes de esa potencia con la subordinación del principio de no intervención al interés colectivo de la vigencia de la democracia representativa al tiempo que establece una equivalencia mecánica entre democracia y satisfacción de necesidades sociales. Al hacerlo desconoce la relativa especificidad de ambos planos, ensombrece el compromiso hemisférico de tratar los urgentes problemas del desarrollo en el marco de la democracia y establece que la “flexibilidad” invocada es incompatible con el cumplimiento de la “cláusula democratica” que importa la suspensión de la participación del Estado que persista en su vulneración.

Si estos argumentos prosperan, como parece ser parcialmente el caso, el sistema interamericano estará cambiando sustantivamente el régimen adoptado en el 2001. Y si el intento de regresar a las condiciones de establecimiento del orden interno de hace un cuarto siglo está aún vivo en algunos Estados (el golpe, la concentración del poder, la violencia de masas), es bueno que se plantee abiertamente para saber a qué atenernos.

Pero hacerlo de manera solapada bajo los términos de un debate para establecer las mejores formas de “realizar los beneficios de la democracia”, es inaceptable para los Estados que conciben la democracia representativa no sólo como la “menos mala de todas las formas de gobierno” sino como un mecanismo de seguridad contra la ingobernabilidad, la inviabilidad estatal y la anarquía emergente en la región.

La OEA no puede caer en esta trampa sin arriesgar su ilegtimidad definitiva. Para liberarse de ella debe afirmar su compromiso con los fundamentos del sistema interamericano y tratar cada problema de acuerdo a su importancia, méritos y especificidad. Ello implica desagregar urgente y prácticamente la “dimensión integral” de cada problemática tan desafortunadamente adoptada, concentrarse en la solución de los problemas concretos de inviabilidad que afectan a no pocos de los Estados miembros y aplicar –en lugar de revisar- razonablemente el compromiso colectivo con la democracia representativa (y, por tanto, contener también el peligros avance de la ineficacia institucionalizada derivable de la consulta permanente implícita en la sobrevaluación participativa de “representantes” la “sociedad civil”).

Y si, en casos extremos, ello debe suponer atender la razón de Estado, ésta debe encararase proponiendo asistencia de realización inmediata donde sea necesario antes que insistir en abstractas declaraciones cooperativas que sólo evidencian incapacidad colectiva para tomar acción.

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