Alejandro Deustua

19 de feb de 2007

Seguridad: Una Conferencia Preocupante

En una reciente conferencia sobre seguridad internacional (la 43ª. Conferencia Seguridad de Munich) el presidente de la Federación Rusa, el señor Putin logró causar el impacto que quería.

Si éste se manifestó a través del fraseo de la inconformidad rusa con el desempeño del sistema internacional y de la impugnación del rol de seguridad de Estados Unidos, su mensaje fue todavía más dramático: la disposición a cambiar el sistema internacional de perversa unipolaridad, el cuestionamiento de los mecanismos de cooperación y de seguridad colectiva (la OTAN, la Unión Europea) que servirían hoy sólo al poder de Occidente y la denuncia del fraccionamiento estratégico que estaría en auge especialmente en Europa Central. En consecuencia, según la percepción rusa, el interés nacional debe ser mejor defendido por el Estado (el ruso) aun cuando se reclame que la ONU deba ser es el único ente legitimador de uso colectivo de la fuerza.

En otras palabras, si alguna esperanza "idealista" y cooperativa quedaba de la post- Guerra Fría, ésta se ha debilitado considerablemente con la emergencia de relaciones sustentadas predominadamente en el poder. El realismo político estaría de regreso.

Aunque esta preocupante conclusión es una que algunos hemos oteado desde hace algún tiempo como tendencia antes que como hecho consumado, su reconocimiento por una potencia mayor adquiere ahora un fuerte nivel de riesgo. Éste se escala adicionalmente por la confusión de términos y conceptos estratégicos en la explicación del conflicto, lo que agrava la percepción de desorden y hostilidad que existe en el sistema.

Tal consecuencia se puede derivar de la indiferenciada presentación de problemas estructurales, regimentales, estratégicos y de política exterior específica que ha caracterizado el discurso del presidente Putin. El peligro implícito en ello ciertamente supera los requerimientos del rigor académico.

Así, si la atribución de intención hostil a ciertos actores se presenta como equivalente de fallas o de disfuncionalidad del sistema internacional, ello justificará la beligerancia defensiva de un Estado (en este caso Rusia). Y si la preocupación por políticas específicas (como el unilateralismo y la expansión) de los actores pretendidamente ofensivos (Estados Unidos y la OTAN, respectivamente) se confunde con el reclamo estratégico legítimo (contra, p.e., el despliegue de un sistema antimisiles norteamericanos en la República Checa y Polonia) desprendiéndolo de su significado político (la expansión del núcleo liberal) y geopolítico inmediato (la amenaza misilera de Medio Oriente), la reacción agresiva del Estado que percibe la amenaza (Rusia) se traducirá en creciente indisposición a la cooperación.

Si a ello se agrega la erosión generalizada de criterios comunes en el manejo de códigos básicos de relaciones internacionales (la respuesta del Senador McCain estableciendo, sin más, que el sistema internacional ya se encuentra en una fase multipolar), el desorden en el manejo del lenguaje estratégico eleva la percepción de conflicto y de fragmentación. Esta confusión de términos (y, por tanto, de incomunicación) facilita la actualización de escenarios como el de la Guerra Fría cuyas remanencias se habrían hoy dinamizado y actualizado. Ésta es una conclusión que, si se acepta sin chistar, conduce a un escenario global en el que todos pierden.

Intentemos aclarar este panorama refiriéndonos primero a la condición del sistema internacional. Si éste se define por su estructura, ésta se determina por las capacidades de los actores más poderosos. Ésta es una situación de hecho, no un modelo ni menos una política como quisiera el presidente Putin. Así, si al terminar la Guerra Fría emergió un consenso fáctico en torno al carácter del sistema unipolar, ello se debió a que la percepción colectiva de que Estados Unidos, por la dimensión de su poder integral, efectivamente era la única superpotencia.

Esta situación nada tiene que hacer con la disposición imperial, hegemónica o unilateralista norteamericana. Pero si el señor Putin no lo percibe así, estamos en problemas.

Veamos. Ciertamente Estados Unidos no es un imperio en tanto no tiene ni la disposición ni la capacidad de transformar el orden internacional en un orden interno. Por lo demás, si la hegemonía se define como la capacidad de establecer un orden internacional (no uno interno), la capacidad hegemónica de la superpotencia norteamericana ciertamente se viene probando corta. Finalmente, el unilateralismo de la política exterior norteamericana explicado, aunque no justificado, por su calidad de única superpotencia sólo puede medirse por su eficacia al margen de su arbitrariedad. Pero como aquélla no es extraordinaria (y no corresponde a la capacidad de una única superpotencia), el problema que emerge es uno de desorden internacional y no uno que refleje ausencia de democracia en ese contexto sencillamente porque el orden internacional no es democrático.

Las consecuencias de un mal funcionamiento de las mecánicas de estas categorías son distintas en todos los casos aunque parezcan ligadas. Si la unipolaridad no está indiscutidamente establecida (como no lo está) y el sistema se orienta hacia un nuevo orden, lo que existe es un problema de fragilidad estructural del sistema (no uno de política exterior). La cuestión a determinar acá entonces es ver si esa fragilidad se incrementará por la emergencia rápida de nuevas potencias o por su acomodamiento progresivo en una nueva estructura. En nuestra opinión, la situación actual se más la segunda que la primera. Las políticas sensatas deberán partir de esa realidad.

Otra disfuncionalidad se presenta como consecuencia de una hegemonía que falla. El resultado es acá uno de desorden internacional generado por un actor independientemente del grado de fragilidad sistémica. Ello tiende a generar un gran dinamismo internacional sustentado en alineamientos y desalineamientos en función del interés nacional y de la búsqueda de nuevos equilibrios. En nuestra perspectiva, en este escenario nos encontramos especialmente a la luz de la incapacidad de la superpotencia de establecer un orden regional en el Medio Oriente (no es el caso de Europa Central). Distinguir acá el ámbito geográfico del desorden es fundamental para restablecerlo a través de mecanismos de balance de poder si no existe capacidad hegemónica suficiente en otros actores racionales.

Finalmente, si el unilateralismo falla, el principal perjudicado es el actor que lo ejerce (en este caso, Estados Unidos) y menos quien lo padece en tanto la respuesta de éste podrá ser más eficaz. Y si se prefiere evaluar el efecto del unilateralismo en el ámbito multilateral se debe evaluar cuál es su naturaleza, qué y quienes lo permitieron y cuán eficaces fueron los que se le opusieron para resolver los problemas de seguridad que ese unilateralismo deseaba confrontar.

Lamentablemente la respuesta a esas interrogantes no favorecen a Rusia ni al Consejo de Seguridad en el caso de Irak donde la ONU operó con gran ineficiencia al margen de la acción norteamericana. Y si el unilateralismo debe ser denunciado, esta denuncia no puede minimizar el esfuerzo requerido para contrarrestar eficientemente una amenaza global como el terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva. El saldo neto de un comportamiento en contrario sería perjudicial tanto para la colectividad afectada como para el denunciante.

Como puede verse, si las diferencias entre estos conceptos de seguridad se confunden, el riesgo de generar desorden y conflicto adicional por quien denuncia injusticia o postergación puede conducir ya no sólo a una mayor erosión de la cooperación sino a una división de campos que replantea términos beligerantes considerados superados como los de la Guerra Fría (y hasta de guerras anteriores). Los participantes en la conferencia de Munich y el señor Putin debieran estar al tanto de estas consecuencias.

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