Alejandro Deustua

30 de dic de 2004

Terrorismo Geopolítico

En la frontera de las inestables repúblicas de Georgia y Azerbaiján, a un paso de la república rusa de Chechenya, entre los mares Caspio y Negro y dentro de la periferia inmediata de Eurasia se ha producido la peor agresión terrorista desde que el radicalismo islámico golpeó Nueva York el 11 de setiembre del 2001.

Dos escenarios geopolíticamente alejados entre sí han sido atacados con métodos distintos por fuerzas similares con resultados catastróficos y ánimo desdestabilizador. Si ese año la opinión pública mundial se solidarizó con Estados Unidos y condenó al agresor, hoy debe ocurrir lo mismo con Rusia que no sólo sufre un drama similar sino que confronta a un enemigo que pretende estimular la desarticulación de esa potencia. También en este nivel sistémico debe evaluarse el desastre.

Aunque hasta hoy es imprecisable la dimensión de la participación del fundamentalismo islámico como diferente de la del nacionalismo checheno, la hipótesis de la vinculación de ambas fuerzas no sólo es verosímil sino que la similitud puede ser relativamente intrascendente frente a su efecto potencial: el control criminal del Cáucaso como punto de influencia sobre Eurasia.

Si la desestructuración de la Unión Soviética produjo el cambio del sistema bipolar y la desintegración de Yugoslavia abrió un frente de extraordinaria inestabilidad en el sur de Europa, la progresiva desagregación de Rusia en una zona de fuerte influencia sobre el heartland eurasiático es una preocupación global. La amenaza del vacío de poder en esa área generada por la interacción de conflictos étnicos, religiosos, de soberanías yuxtapuestas y de recursos, tiene un agente trasnacional que escala la amenaza: el radicalismo islámico.

La emergencia de ese desafío es ciertamente anterior al segundo conflicto de Irak aunque se pretenda atribuir su vigencia al escandaloso proceso de identificación de la causa que llevó a la guerra contra esa potencia árabe. La consecuente pérdida de credibilidad de las agencias y gobiernos encargados principales de la lucha contra el terrorismo global ha sufrido un impacto debilitante en su eficiencia y en el nivel de cohesión público requerido para confrontar la amenaza fundamentalista.


 
En ese contexto de incertidumbre, esas agrupaciones terroristas han evolucionado en la práctica de métodos aberrantes y selección de blancos espantosos. En efecto, en tiempos recientes hemos presenciado la evolución del terrorismo hacia el terrorismo suicida, al posterior empleo de mujeres suicidas y luego al ataque de grupos suicidas. El efecto de pavor buscado por este cambio de agentes se ha buscado también en la selección de blancos: del ataque simultáneo a los símbolos del poder (Estados Unidos) ha seguido el ataque simultáneo contra los símbolos más desarmados de la vida (desde hospitales hasta colegios repletos de niños y mujeres en Rusia).

Si la racionalidad terrorista es descodificable, sus objetivos también lo son. Organizados por gentes instruidas, saben cómo elegir el escenario. Una vez estabilizada Europa Central por potencias occidentalizadas y endurecido el Medio Oriente frente a su acción cotidiana, estas organizaciones han encontrado una nueva base de proyección de inestabilidad en el Cáucaso. Con ello procuran, además, alterar el flujo de petróleo entre el Mar Caspio y el Mar Negro, multiplicar el efecto de los desequilibrios que produce todavía la guerra de Irak y fomentar el acoso de Rusia desde su periferia musulmana aprovechando los enclaves secesionistas dentro de esa potencia. Si Estados Unidos ya fue atacado y Europa amedrentada, ahora les parece necesario consolidar su posición incrementando el desbalance ruso y ampliar, en consecuencia, su influencia global.

A estos efectos intentarán dominar criminalmente espacios como el checheno metamorfoseando una causa nacionalista, cuyos agentes pueden negociar con Rusia, en centros de erosión de la cohesión nacional de ese Estado. Si es verdad que el imperio ruso impuso la presencia del Estado en Chehchenia con una fuerza brutal y la URSS radicalizó esas medidas estimulando el sangriento irredentismo checheno, el terrorismo islámico se ha impuesto a su vez sobre esa resistencia con los fines explicados.

Por eso debe ser derrotado. El Estado ruso tiene al respecto la responsabilidad de hacerlo mediante el uso de la fuerza, el respeto de las leyes humanitarias y el recurso, si es necesario, a la asistencia occidental para negociar con los sectores moderados. Lo que no puede pedírsele a Rusia es que deje de actuar, que se fraccione y que permita que una fuerza criminal cuestione su debilitada soberanía.

Más allá de los efectos perversos de la guerra de Irak, la lucha contra el terrorismo es una realidad que debemos afrontar activamente donde nos toque. Si sus causas son múltiples debemos intentar sanearlas. Pero no a costa de la subodinación a esa amenaza efectivamente trasnacional.

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