Alejandro Deustua

29 de mar de 2005

TLC: Dimensión Política

30 de marzo de 2005

Que el ministro de Comercio Exterior haya anunciado que la negociación del TLC con Estados Unidos incorporará la variable política es una buena noticia. Y también lo es el anuncio del Canciller de incrementar el aporte de su Despacho a un proceso que compromete la inserción internacional del Perú. En ambos casos la superación de la barrera tecnocrática que disfraza la dimensión estratégica del proceso negociador con la única superpotencia es un aporte al interés nacional.
 

 
Sin embargo, aún en este marco renovado, el Ministro de Comercio parece entender que la dimensión política de la negociación se refiere sólo a una de sus variables: la lucha contra el narcotráfico. Al enfatizar exclusivamente esta evidencia olvida la calidad del vínculo que hoy se genera con Estados Unidos (que es multidimensional), su condicionamiento hemisférico (que favorece la integración intermericana), su referencia global (vinculada a la Ronda Doha) y la implicancia que el acuerdo tendrá para el status internacional del Perú (aún son pocos los países que han suscrito ese tipo de acuerdos con la única superpotencia).

A clarificar los objetivos nacionales en este campo no han contribuido las declaraciones del Canciller que, al expresar inmatizadamente su desacuerdo con la “narcotización” de las negociaciones, ha contribuido paradójicamente a enfatizar el peso de ese factor en el proceso. Y tampoco ayuda la confusión que evidencian otros ministros con interés sectorial en el mismo al aceptar la dimensión “geopolítica” que éste tiene en la percepción de Estados Unidos al tiempo que insisten en que las negociacioenes tienen sólo un interés comercial para el Perú.

Estos desentendimientos deben resolverse clarificando el escenario, focalizado mejor los objetivos nacionales y mejorando la cohesión de los negociadores sectoriales si éstos desean optimizar los beneficios para el país.

Y ello empieza por tener presente que toda negociación comercial intersestatal es inherentemente política, que para los Estados Unidos ésta tiene además un marco específico de seguridad y que, en consecuencia, es ncesario corregir el error de partida de la posición peruana que consideró el proceso como excluyentemente tecnocrático.

En efecto, aunque la negociación con Estados Unidos no nos convierte en aliados de la única superpotencia, la complementariedad de intereses económicos que ella genera y el marco político que formalizará (democracia, integración hemsiférica, implicancias de seguridad), incorporará al Perú –y a los socios andinos- a un escenario privilegiado de interlocución con esa potencia. En efecto, aunque desde una posición periférica, el Perú perfeccionará económicamente su incorporación al núcleo liberal de Occidente que está en expansión.

De otro lado, la dimensión hemisférica de esa relación imprime a nuestra inserción andina y suramericana una incontrovertible dimensión interamericana que supone la cancelación de todo proceso cerrado de integración entre nuestros vecinos. Así, la posición del Perú en la aún precaria Comunidad Suramericana de Naciones no podrá tener ni la dimensión excluyente que algunos (como el señor Chávez) pretenden para ella, ni la extraordinaria valencia regional que otros desean atribuirle (la percepción radical de la posición brasileña). En efecto la negociación con Estados Unidos convierte al Perú y a sus socios andinos en patrocinadores de facto del moroso proceso ALCA bajo otros parámetros de realización.

Por lo demás, el acuerdo también tendrá una proyección global circunstancialmente condicionante de nuestra posición en la Ronda Doha donde, por ejemplo, deberá resolverse los requerimientos andinos sobre recorte de subsidios a la exportación agrícola norteamericana y de ayudas a la producción generadoras de competencia desleal. Si ello es positivo, el Perú encontrará en el TLC una normas que fijan límites debajo de los cuales no podrá negociar con otros países. En consecuencia, en la perspectiva comercial, el nivel de nuestra inserción normativa en el mundo quedará condicionada por este acuerdo. Por cierto, ello condicionará los parámetros de nuestra política económica.

De otro lado, si los beneficios económicos oficialmente esperados son considerables (un impacto positivo de 4% del PBI en la versión del MINCETUR que algunos cuestionarán, la tendencia al cambio estructural de la oferta exportable –emparejamiento de una canasta dominada hoy ampliamente por los exportaciones tradicionales- e incremento del empleo sobre la base del millón hoy día dependiente del comercio con Estados Unidos), el mejoramiento del status del Perú en la interacción externa deberá sumarse al activo del acuerdo en dimensiones hasta hoy no cuantificadas.

El potencial político de esta masa crítica de impactos debiera ser evaluado y promovido por Cancillería mediante iniciativas que hasta hoy no se han hecho explícitas. Al hacerlo deberá tenerse en cuenta, además, que a esta aspecto de la realidad política de la negociación deberá agregarse su influyente dimensión contextual.

Ésta está comandada por lo menos por tres características. En primer lugar, los negociadores deberían estar al tanto de que históricamente los procesos comerciales internacionales han sido siempre condicionados por su contexto político. Ello no ha sido menos cierto desde la aparición del mercado capitalista en el siglo XVI (Braudel) y tampco desde la emergencia de los Estados nación en el siglo XVII. En el caso norteamericano esta relación es manifiesta y formalmente explícta a lo largo del siglo XX.

En lo que compete a las expresiones más recientes de esa realidad, en la segunda mitad del siglo la ley comercial de 1962 estableció claramente que el Presidente de Estados Unidos puede restringir uniltaralmente importaciones de cualquier producto que ponga en peligro la seguridad norteamericana. Y la ley de promoción comercial que autorizó la negociación de TLC con Chile, entre otros acuerdos, se enmarcó en el estratégico interés norteamericanode generar prosperidad global y libertad política.

En segundo lugar, debe tenerse presente que el marco inicial en que se originan los acuerdos de libre comercio norteamericanos con los países de la región se deriva de la Iniciativa de las Américas antes que del NAFTA como una propuesta que debía contribuir a establecer, en 1991, un “nuevo orden internacional” desde la perspectiva norteamericana. De esa interés sistémico, vinculado también a la seguridad norteamericana, surgió la propuesta del ALCA cuya morosa implementación , complementaria a los tropiezos de la Ronda Doha, dio pie al impulso a los acuerdos bilaterales estimulados por Estados Unidos..

En tercer lugar, recordemos que el acceso preferencial al mercado norteamericano concedido a nuestras exportaciones por la primera potencia se enmarca en el interés estadounidense de promover el comercio como instrumento coadyuvante a la “erradicación de la droga” (el ATPDEA). Es más, la ley norteamericana de preferencias andinas del 2002 establece explícitamente que ese instrumento es principalísmo en la estrategia antinarcóticos norteamericana y que el comercio preferencial –que se considera beneficioso para ambas partes- es vital para reducir la vulnerabilidad y la inestabilidad política subregionales. Éstas debilidades son, a su vez, consideradas como amenazas “para Estados Unidos y el mundo”. El comercio es, en la perspectiva de esa ley, un instrumento que complementa vitalmente a la asistencia de seguridad que –como el Plan Colombia- es considerada insuficiente para generar estabilidad y prosperidad en la región.

Si estas variables no contribuyen a definir la agenda política de la negociación del TLC con Estados Unidos, nuestros negociadores estarían perdiendo una extraordinaria oportunidad para mejorar la posición nacional y flexibilizar la norteamericana. Y si la Cancillería se limitara en cambio sólo a facilitar los aspectos procesales de la aprobación del acuerdo que convocan al Departamento de Estado, al Congreso y a la Casa Blanca como como instancias complementarias al USTR, el Perú y sus socios estarán desperdiciando la posibilidad de optimizar los beneficios del acuerdo. Para que ello no ocurra el gobierno debe cambiar la posición que reconoce los elementos políticos del proceso pero, a pesar de ello, sigue considerando la negociación comoe sencialmentre comercial.

Ese propósito, claro está, deberá alterar la jerarquía instititucional que hoy conduce el proceso liderado por el MINCETUR y acompañado por los ministerios del sector Economía y otros vinculados a los sectores de la producción. Ni el MINCETUR puede seguir definiendo el proceso como fundamentalmente tecnocrático cuando al mismo tiempo reconoce sus condicionantes políticos, ni la Cancillería debe seguir comportándose sólo como una facilitador secundario de lo que los denominados especialistas establezcan. El carácter muldimensional del acuerdo permite predecir que si éste queda librado a la responsabilidad de los especialistas, la perspectiva unidimensional de los mismos y su vocación “funcional” no conseguirán ni el mejor resultado ni uno subóptimo siquiera.

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