Alejandro Deustua

27 de abr de 2007

Yeltsin

Ninguna gran potencia emerge o desaparece por la acción de un solo hombre. Pero los grandes líderes, los benignos y los nefastos, ciertamente otorgan a ese impulso sistémico de carácter creador o destructor una orientación determinante sin la que el cambio es realizable. Boris Yeltsin fue uno de esos líderes. Pero su calificación valorativa seguirá siendo cuestionable

Ciertamente lo será para Mijail Gorbachev quien nunca planteó la disolución de la Unión Soviética y quizás lo haya sido para George Bush Sr. quien esperaba, según Kissinger, un cambio del sistema internacional algo más ordenado que el que produjo la disolución de la URSS. Y ciertamente lo será para los rusos identificados con la dimensión imperial de ese Estado.

Quizás al margen de su voluntad, Boris Yeltsin fue el líder que tuvo que administrar las inmensas fuerzas centrífugas desatadas por la crisis interna de la potencia comunista, anticipadas por George Kennan 40 años antes, en un contexto determinado por la repotenciación de los Estados Unidos, por el incremento de la influencia occidental en el sistema internacional y por la desregulación global de los mercados. En ese marco, la decisión disolutoria y libertaria que Yeltsin adoptó fue quizás más inevitable que deseada a pesar de sus recientemente adquiridas (en ese momento) convicciones liberales.

Un indicador de ello puede ser el hecho de que esa decisión no suponía para él la quiebra total del espacio que conformaba la zona de dominio ruso. En efecto, mientras presidía la disolución progresiva de la URSS, Yeltsin articuló una federación de estados ex-soviéticos que pretendía que, en el marco de una esperanzada federación (la Comunidad de Estados Independientes), Rusia debía mantener su histórica hegemonía.

Ésta debía heredar, en un ámbito de abrupto cambio del orden interno, el perímetro de poder que ocupaba la URSS. Para llegar a ese destino, la radical apertura de la economía y la disolución de las viejas instancias del poder político central debían producirse luego del fracaso de la gradual y multidimensional apertura que puso en práctica Gorbachev.

A diferencia de China, que aún mantiene el control político del viejo orden al tiempo que articula una apertura económica y proyecta el status de potencia emergente, el establecimiento de un nuevo orden destruyó el Estado soviético y acabó con uno de los polos de poder mundial no porque los soviéticos lo desearan sino porque sus capacidades no pudieron sustentar un progresivo cambio que involucraba todos los frentes.

Para llegar a ese punto convergieron fuerzas externas e internas de extraordinaria dimensión. Entre las primeras destaca la pérdida de control soviético de la Europa Central y del Este cuyo punto culminante fue la caída del muro de Berlín en 1989 y la reunificación alemana de 1990. Con el fin de la post-guerra, la Unión Soviética no sólo perdió el control sobre una parte de Europa sino que erosionó drásticamente su capacidad de desafiar geopolíticamente a Occidente. Esa revolucionaria disminución de poder externo se reveló, felizmente, en el hecho de que se realizara sin violencia.

De otro lado, la pérdida de poder interno se hizo irreversible luego de que la economía soviética no lograra articular un mercado solvente en el ámbito de la perestroika al tiempo que el glasnost fue atacado, in extremis, por el Partido Comunista (el golpe de Estado contra Gorbachev en 1991 que Boris Yeltsin ayudó a neutralizar).

Bajo esa aureola épica y tras su renuncia al Partido Comunista, su designación como primer presidente ruso electo en comicios libres, Yeltsin debía comandar una fuga hacia delante cuyo objetivo era la libertad y el fin de la Guerra Fría.

La emergencia de esta nueva etapa, sin embargo, estuvo llena de dificultades internas, no pocas de ellas agravadas por la condición física y psicológica del líder. La secuencia de crisis fue abrumadora como lo recuerda el New York Times: un intento de golpe en 1993 seguido por la crisis de Chechenia en 1994, seguida de los últimos intentos del Partido Comunista de hacerse con el poder en 1996, seguida de la gran crisis económica de 1998 (que tuvo efectos globales), seguida del intento de enjuiciamiento parlamentario del Presidente.

El resultado fue la renuncia de Yeltsin en 1999 y la elección del Presidente Putin cuya línea de acción principal fue el establecimiento del orden interno y la restauración para Rusia del poder y rol de gran potencia. La libertad sin orden que lideró Yelstin condicionó la decisión de priorizar el orden sobre la libertad que conduce hoy el destino ruso.

En el interim la aspiración libertaria rusa fue acompañada por guerras de secesión, por la emergencia sobrecogedora del crimen organizado, por la monumental sustracción de la riqueza nacional por unos cuantos "oligarcas", por la decadencia de las fuerzas armadas y por la pérdida ya no de influencia sino de prestigio internacional de la ex -superpotencia.

Y a nadie escapa que la disolución de la Unión Soviética cobró en incertidumbre e inestabilidad externas la desaparición del obstáculo para el gran impulso expansivo del núcleo liberal occidental. Ello fue, a todas luces, un precio sufragable por la ausencia de guerra sistémica y por la inmensa oportunidad que se abrió a los países en desarrollo para apurar su camino hacia la apertura económica y política sin tener que enfrentar grandes coacciones propias de alineamientos o desealineamientos forzados o de la alteración del balance de poder global.

llo fue interpretado erróneamente por algunos como la prevalencia del mercado trasnacional sobre el requerimiento del Estado. Hoy nos queda claro que ese balance debe recomponerse en el marco de la apertura económica y política que caracteriza a un orden global predominantemente liberal. Yeltsin colaboró decididamente a ese error perceptivo que marcó la década de los 90 y a la corrección actual del mismo.

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