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  • Alejandro Deustua

A Propósito de la “Diplomacia Económica”

En tiempos en que la economía aún manda en el desarrollo de políticas públicas, la “diplomacia económica” parece entenderse hoy en el Perú como un género específico y bien diferenciado entre los instrumentos de la política exterior.


En realidad ese tipo de “diplomacia” es sólo una herramienta de la amplia parafernalia de mecanismos que requiere el buen ejercicio de la política exterior. Como la “diplomacia militar” o la “cultural”, la llamada “diplomacia económica” es una especie antes que un género en la proyección del interés nacional y en su interacción con el resto del mundo.


Esa atingencia no pareció clara en el discurso con el que la Canciller Cayetana Aljovín marcó su presencia en Torre Tagle. Entre los escenarios externos razonablemente genéricos a los que aludió en difíciles circunstancias internas, sobresalió el acento que la “diplomacia económica” tendría bajo su gestión.


Sin desarrollar objetivos concretos al respecto, la Canciller, además del escenario de globalización, pareció descubrir un filón de actividad externa sin darse cuenta que el ejercicio de la “diplomacia económica” ha sido una práctica tradicional de Cancillería que ésta ha ido perdiendo por decisión de los gobernantes del último medio siglo.


Esta erosión no ha sido explicada con racionalidad suficiente aún pero, en general, ha correspondido a la emergencia progresiva de sectores públicos y privados de relevancia externa, que de manera burocrática o simplemente institucionalizada, han ido definiendo la complejidad propia de la interdependencia contemporánea en que se engarzan también países en desarrollo como el Perú.


A grandes rasgos puede decirse que el proceso de cercenamiento de la función económica de nuestra diplomacia profesional empezó con el gobierno militar de Velasco Alvarado. El modelo de industrialización por sustitución de importaciones brindó al respecto el marco adecuado para la mayor injerencia del Estado en la proyección económica de los agentes del mercado. En el proceso se fue construyendo institucionalidad y burocracia labrada bien reflejadas en el Ministerio de Industria y Comercio, agencias afines y en la cooptación de las corporaciones privadas.


En ninguna parte esa perspectiva fue más clara que en el aporte peruano al esquema de integración del Acuerdo de Cartagena que desarrolló marcos de acción restrictivos de la inversión extranjera (la “Decisión 24”) y muy “dirigistas” programas de política industrial, agropecuaria y de infraestructura tan o más importantes que la construcción de una zona de libre comercio disfuncional y de una unión aduanera abortada.


Los principios allí albergados e implementados por una especie de aristocracia burocrática (luego ideológicamente reconvertida) fueron el reflejo de lo que ocurría en la gestión de la “diplomacia económica de la época”. Ésta se desarrolló con un carácter mercantilista bien asentado en Cancillería (cuyo escenario fue el multilateralismo tercermundista) y en el Ministerio de Industria y Comercio de la época que inició la progresiva captura de activos (las agregadurías comerciales) y actividades económicas de Relaciones Exteriores.


Tal sustracción de capacidades culminó, paradójicamente, en tiempos de liberalismo post-reformista con el traslado de la totalidad de la jurisdicción sobre las agregadurías comerciales al Mincetur afirmando en Cancillería el rol de asistente en el ámbito del comercio exterior que hacía tiempo ya ejercía en el ámbito financiero.


El agente catalítico de la consolidación de ese rol subsidiario fue la reforma liberal de fin de siglo que colocó al Ministerio de Economía en el centro de la política exterior del Estado (su poder e influencia fue sólo comparable al que ejercieron los ministerios de Defensa e Interior en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico).


Fue bajo su alero que el Ministerio de Comercio Exterior asumió el incontestable predominio de la negociación de acuerdos de libre comercio. En ella la Cancillería tuvo un rol subordinado y compartido por los negociadores del sector económico y por la mayor influencia del sector privado organizado. Aunque Torre Tagle mantuvo su jerarquía en las negociaciones comerciales multilaterales, el escenario también requirió una cesión creciente de competencias.


Esta situación contemporánea contrasta tanto con la práctica torretagliana en el siglo XIX (en el que la negociación comercial preludiaba o complementaba a los acuerdos políticos) y en la primera mitad del siglo XX (en la que la negociación comercial se mantuvo en Cancillería agregando las funciones y competencias requeridas por regímenes económicos de dimensión sistémica como Bretton Woods –a las que contribuyeron también sustantivamente el Ministerio de Hacienda y el Banco Central-).


Es más, los esquemas iniciales de integración regional de mediados del siglo XX no sólo fueron negociados principalmente por Cancillería sino que fueron implementados por embajadores con asignación específica (el caso de la ALALC a partir de 1960) más allá de cualquier influencia cepalina.


Esa dimensión de “diplomacia económica” ha escapado de la tradición de Cancillería para ser asumida por razones de distribución administrativa y de competencia burocrática por otros sectores. Es bueno que los cancilleres que hoy asumen el cargo lo recuerden para que puedan cumplir mejor sus funciones.


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