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  • Alejandro Deustua

América Latina y la Segunda Guerra Mundial

9 de mayo de 2005



El triunfo de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial no marcó sólo el fin de la mayor conflagración bélica que la historia haya registrado sino la más épica defensa de la causa general de la libertad. Concluida la Guerra Fría, que amplió globalmente la posibilidad de realizar ese valor universal, es justo que la celebración mayor de ese aniversario se haya realizado esta vez en Rusia en reconocimiento a la inmensa contribución soviética al triunfo sobre el totalitarismo fascista.


Aun si ese aporte vital se realizó en nombre del totalitarismo comunista, una vez superado este condenable régimen por su propia implosión, es digno recordar colectivamente lo que para los rusos fue la Gran Guerra Patria. Especialmente cuando 27 millones de soldados que lucharon por su país y sus familias tanto o más que por una ideología, dieron su vida por ese derecho. La presencia en Moscú de delegados de más de 50 Estados así lo registra en la certeza de que en Rusia la causa totalitaria está definitivamente enterrada.


Sin embargo, en esta celebración Rusia –que aspira a recuperar un status- también debe recordar que la Unión Soviética no fue sólo la potencia que, con Estados Unidos, el Reino Unido y Francia acabaron con el régimen nazi. Su participación en el establecimiento del rígido sistema bipolar que canceló el sistema de libertades en una parte del mundo y transladó el centro de poder global de Europa a Eurasia y América con el propósito de imponer el régimen dictatorial al conjunto de la humanidad también debe ser recordado. Especialmente si, en el fruustrado intento, la constante amenaza a Occidente, luego de subyugación de Europa Oriental, llevó a niveles extremos la intensidad de las políticas de seguridad, inhibió la más rápida asimilación de las libertades en los países en desarrollo y generó en éstos un costosísimo –y también frustrado- intento de equilibrio sistémico y de germinación de políticas autónomas.


Sin embargo, al tener en cuenta este hecho, también debe recordarse que muchos de estos costos se habrían reducido considerablemente si los países latinoamericanos hubieran participado más activamente en la Segunda Guerra Mundial.


Ciertamente la argumentación de que las limitaciones de nuestras capacidades militares, políticas y económicas impidieron dar ese paso parece razonable. Además, la inestabilidad política interna en muchos países (no pocos de ellos confrontados por fuerzas profascistas y procomunistas), la desconfianza vecinal (el caso peruano-ecuatoriano es prototípico al respecto), las ambiguedadades de algunos países y la proclividad por el Eje de otros contribuyeron a la inhibición colectiva. De otro lado, a Estados Unidos le bastaba el mantenimiento del stau quo hemisférico en el ámbito de la política del Buen Vecino.


Es más, a esta serie de factrores inhibitorios debe añadirse una convicción geopolítica: América Latina se percibía como distante de los escenarios bélicos principales y su territorio parecía relativamente intangible. Esa percepción, todavía vigente en no pocas cancillerías y escuelas militares, se tradujo en políticas aunque aquélla se probara no sólo era incompatible con la escala global del conflicto sino ineficiente para el desarrollo económico y estratégico posterior.


De allí que la gran mayoría de los países latinoamericanos se declarasen neutrales hasta que Estados Unidos entró en la guerra en 1942. A partir de allí estos países procedieron a romper relaciones con las potencias del Eje pero declararon la guerra recién en 1945 cuando su culminación se percibía como inminente y el establecimiento de un nuevo orden mundial requería una participación diplomáticamente fortalecida. La participación pasiva (defensa territorial frente a eventuales incursiones extraregionales - incluyendo la admisión de bases norteamericanas y “políticas de control social”-) o parcialmente activa en lo económico (aprovisionamiento de recursos naturales -considerado generoso o rentable dependiendo del benficiario-) fue la regla mientras la participación activa (la de Brasil y México que permitió a estos países sentar las bases de su proyección futura) fue la excepción.


Teniendo en cuenta que en la inmediata postguerra no se había producido aún el proceso de descolonización, la presencia de los Estados latinoamericanos en la conformación de la ONU resultó relevante para la conformación de un orden global, mientras la institucionalización posterior del sistema interamericano confirmó la inserción regional en Occidente a los inicios de la Guerra Fría. Pero la participación influyente en la propuesta de principios y normas de mayor beneficio regional –por ejemplo en el ámbito de las instituciones de Breton Woods- o que incrementaran la dimensión estratégica latinoamericana, se vio seriamente limitada limitada. Su menor capacidad relativa no es la única explicación. Ésta debe completarse con la falta de concurso militar selectivo y/o colectivo al esfuerzo de guerra. Ello disminuyó nuestro peso en el sistema internacional, intensificó la percepción de nuestra debilidad material e incrementó nuestra marginalidad.


Hoy día, en un sistema internacional integrado por casi 200 Estados -cuando en 1945 sumaban apenas medio centenar- y de múltiples escenarios económicos y militares permeables a la intervención constructiva, la región paga, con su in relativa intarscendenca, el precio de su inadvertencia estratégica durante la Segunda Guerra Mundial. Es más, la condición estructural de esta situación periférica es hoy agravada por la mismo indecisión de 1945: entre la incapacidad material y la indisposición política a incrementar el esfuerzo de seguridad, América Latina pareciera elegir el escenario de la participación retiscente, indecisa y limitada en el ámbito extraregional. De esta manera, un principio básico de la política exterior, de la proyección de poder y de la interdependencia –el de la participación activa-, se da de bruces con las aspiraciones nacionales de muchos de nuestros países. Quizás no hemos aprendido todavía la lección de la Segunda Guerra Mundial.


En efecto, a diferencia de Estados Unidos –y de algunos países europeos- no pareciera importarnos mucho extraer algunas lecciones de esa etapa histórica.


Veamos al respecto el caso norteamericano reciente. Estados Unidos, por las motivaciones que fueran, acaba de dar un excepcional giro crítico y público en relación a su conducta en esa guerra. En ruta hacia Moscú, el presidente Bush ha estimado en los países bálticos (Letonia) que la división de Europa proyectada en la Conferencia de Yalta, fue un error estratégico en tanto dio prioridad a la estabilidad sobre la libertad sin que se comprendiera que la seguridad norteamericana dependía de la libertad de los demás. Ello devino, en su percepción, en uno de los “grandes males de la historia”: la subyugación de Europa del Este y Central por la Unión Soviética.


De sostenerse, la autocrítica del líder de la única superpotencia (que involucra a un ícono occidental: Franklin Delano Roosevelet) ciertamente tendrá consecuencias extraordinarias en la política exterior no sólo norteamericana (el Internatonal Herald Tribune recuerda que hasta Reagan negó que Yalta fuera un error en tanto que allí se convino que la Unión Soviética llevara a cabo elecciones democráticas en la zona que ocupaba, empezando por Polonia) sino en la de los aliados.


Más aún cuando esa evaluación puede abrir una etapa revisionista de la historia reciente generadora de más disputas que de soluciones al tiempo que intensifica la dimensión “idealista” de la política exterior del Presidente Bush sin compensarla con la prudencia necesaria en relación a la limitación del potencial de realización de sus capacidades (especialmente en relación a Rusia). En efecto, el presidente Bush ha planteado esta autocrítica como muestra de lo que Rusia puede hacer hoy en relación a los países que la Unión Soviética ocupó: denunciar el pacto de cooperación nazi-soviético de 1939 (Molotov-Ribbentrop) que abrió las puertas a la ocupación nazi de sus vecinos. La dimensión de futuro de esa solicitud no escapa a nadie. En consecuencia el Presidente Putin se ha negado a aceptar la sugerencia norteamericana. (según él, los países bálticos solicitaron la cooperación soviética para liberase de la coacción nazi).


Si bien el Presidente Bush plantea esa crítica con suficiente distancia histórica y desde una posición de poder incontestable en términos convencionales o estratégicos, el hecho es que el líder de la única superpotencia está empleando la revisión histórica por razones tanto políticas como ideológicas: mantener la prioridad de la promoción de la democracaia y la extensión de la libertad a escala global con el mayor concurso posible de socios.


Si la primera potencia recurre a su pasado reciente para extraer conclusiones útiles en función de su rol actual y futuro y de prevenir el cierre de los espacios democráticos logrados, ¿acaso los latinoamericanos no podemos corregir errores pretéritos, sin abrir la caja de pandora, para mejorar nuestra inserción externa? Una evaluación sobre las limitaciones de nuestro rol en la Segunda Guerra Mundial y de sus consecuencias ciertamente debiera ser útil a tales efectos. La celebración en Rusia del 60 aniversario de esa confrontación a la que se debe, en buena cuenta, la libertad que disfrutamos, puede ser un buen momento para empezar.

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