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  • Alejandro Deustua

Cambio de Época en Sudamérica

Mientras el FMI resalta la necesidad de que los miembros del sistema afectados por la caída del producto como resultado de la pandemia mantengan los estímulos económicos (aunque pensando en el retorno de la “regla fiscal”), países como Colombia expresan su ansiedad por atenuar las consecuencias de los grandes déficits (el déficit primario subió allí a 8%) generados por el fuerte incremento del gasto público durante la pandemia.


Aunque la “regla fiscal” se suspendió para los años 2020 y 2021 luego de que el producto se contrajera -6.8% el año pasado, el presidente Duque, al amparo de una proyección de crecimiento para este año de 4.5% (FMI), consideró que ya era necesario apuntar al equilibrio fiscal en el mediano plazo (el FMI no recomienda una consolidación fiscal súbita). Los primeros pasos en esa dirección deberían darse antes de concluir su gestión en 2022.


Por lo demás, el riesgo de una reducción de la calificación financiera y del aumento del riesgo país en una economía que no está entre las que más recaudan tributariamente en la región, probablemente contribuyó a esa decisión presidencial. Así en abril, el gobierno planteó una reforma fiscal (Ley de Solidaridad Sostenible) que involucraba, entre otros requerimientos, el retiro de excepciones a los impuestos indirectos al consumo de servicios básicos (alzas de 19% en algunos casos).


Pero la brecha entre lo que se percibe y lo que la realidad admite era más grande de lo que el presidente Duque estimaba. El malestar por los apremios económicos y sanitarios del 2021 se había sumado al que produjo el paro de 2019 contra las reformas de pensiones, educativa y laboral y de apoyo al acuerdo de paz con las FARC (BBC). El costo político de la medida tributaria, que ya fue retirada, fue desastroso.


La protesta inicial, que estalló en Cali, se esparció rápidamente a Bogotá y a Medellín comprometiendo el núcleo de cohesión central colombiano poniendo en cuestión el abastecimiento de productos esenciales (alimentos, medicinas, combustibles). La violencia liderada por grupos de manifestantes dispuestos a escalarla no tardó en aparecer de manera salvaje mientras el “paro” se esparcía al resto del país y la incapacidad de las fuerzas policiales para contenerlas impulsaba al presidente a convocar a la fuerza armada que ejerció la coacción a su manera.


Un país que ha mostrado en el pasado extraordinarios niveles de violencia (la confrontación de medio siglo entre liberales y conservadores que engendró movimientos guerrilleros que ejercieron el terrorismo potenciado por el narcotráfico) y que, a través de un cuestionado proceso de paz sui generis, llevó al Congreso a los alzados en armas, no era propicio para zaherir a su sociedad en plena pandemia. Y menos con agentes políticos, como el radical Gustavo Petro, movilizados.


En ese entorno el desborde no era impredecible. Y cuando efectivamente sucedió, el Ejecutivo terminó retirando las medidas de reforma tributaria y convocando a un diálogo nacional.


Aunque todos los vecinos de Colombia, menos Venezuela, desean que ese diálogo tenga éxito, la infiltración de operadores externos en la manifestación violenta se ocupa de lo contrario congregando la acción de movimientos sociales radicales locales. Al respecto, el presidente del Ecuador, Lenin Moreno, denunció públicamente, en un foro interamericano, que el dictador venezolano Maduro es responsable de esa infiltración. Y el expresidente colombiano, Andrés Pastrana, ha hecho lo mismo.


Sobre el particular debe recordarse que grupos terroristas que no participaron en el proceso de paz (p.e. el ELN) se han asentado en Venezuela acogido por la dictadura chavista y los grupos de las FARC que han renegado de ese proceso han hecho lo mismo.


En esa escalada, el presidente Duque ya la ha calificado la violencia extrema que sacude su país de “terrorismo urbano de baja intensidad” (Semana) mientras que el señor Petro ha anunciado que Colombia ha ingresado en una fase de guerra interna impulsada por el narcotráfico trasnacional.


Estas dispares definiciones de agresión agregan volatilidad a su ejercicio e incertidumbre a su diagnóstico. Así una entidad colombiana de análisis de conflictos difiere de las prognosis anteriores calificando el estallido político como “violencia comunitaria” (BBC) mientras que ciudadanos que se oponen a las manifestaciones se preparan para “repeler a cualquier enemigo” (armándose en algunos casos).


En el mejor de los casos los gravísimos acontecimientos en Colombia incrementarán la fragmentación social ya existente, empujarán al presidente Duque a plantear políticas cada vez más sectoriales e incrementará la fricción con Venezuela y Cuba.


En un escenario menos optimista, los opositores del presidente Duque pueden intensificar esfuerzos orientados a ilegitimarlo (hoy Duque cuenta, a pesar de todo, con una aprobación del 33% –TE-) y la mayor infiltración cubano-venezolana puede escalarse procurando, por lo menos, el desgobierno en Colombia.


Esa infiltración tenderá, a su vez, a presionar al nuevo gobierno ecuatoriano cuando asuma el presidente electo, el conservador Guillermo Lasso, cuyo triunfo sobre Andrés Arauz (el candidato del albista Rafael Correa) fue claro pero no contundente. En ese escenario, el Movimiento Pachakutik, liderado por Yaku Pérez, proclive a la movilización callejera, podrá convocar la protesta caótica de los movimientos indígenas (la CONAIE). El riesgo político ya se ha incrementado en el Ecuador.


Pero mucho más en el Perú en tanto el partido marxista Perú Posible de Vladimir Cerrón (un radical de izquierda “educado” en Cuba) puede ganar la segunda vuelta electoral del 6 de junio (y, si la pierde, como es posible dado el avance de la candidata Fujimori, importantes y desestabilizadoras movilizaciones públicas son previsibles).


Si éstas se producen, el legítimo derecho a la protesta a propósito de las condiciones económicas y sanitarias en el Perú, podrá ser explotado por afiliados al partido marxista y por los mismos infiltrados que operan en Colombia. Un agravante puede calificar esos hechos: la vinculación de Perú Libre con militantes de Sendero Luminoso capaz de generar altos niveles de violencia política.


Por lo demás, la filiación del candidato Pedro Castillo con movimientos bolivianos ligados al MAS tiene el potencial de escalar la protesta social. Especialmente ahora que el ex -dictador y dirigente cocalero Evo Morales es, nuevamente, el principal agente político en Bolivia. Como se sabe, uno de los principios del MAS se resume en la “diplomacia de los pueblos” de fuerte vocación trasnacional.


De este encadenamiento desestabilizador se concluye que el conjunto de la región andina atraviesa momentos de fuerte inseguridad e incertidumbre.


Si esta situación, como es innegable, tiene arraigo local la influencia trasnacional que la estimula es manifiesta y pretende la toma del poder para ejercerlo a su manera.


Ello confirma en el área el cambio de época que se ha producido en Suramérica de manera estrechamente vinculada a la transformación del escenario político y social chileno. Desde que el presidente Piñera fue asediado, primero, por protestas del gremio de transportistas contra el incremento de los precios de los combustibles y, después por el corporativismo laboral chileno y buena parte de las clases media, su gobierno apenas ha podido gestionar la crisis. Ésta ha llevado a la opción por una Asamblea Constituyente que terminará por enterrar la era del neoliberalismo en ese país. Ello es sólo la muestra de que Chile ha dejado de ser el puntal liberal en el área opuesto al centro de gravedad cubano-venezolano.


Liberado de anclajes modernizadores y con la protesta antisistémica surgida de la crisis económica y sanitaria que ha incrementado la inequidad en el área, el Perú puede convertirse en el centro de gravedad de la gran transformación proto-marxista si el 6 de junio triunfa quien la pretende. La legítima protesta socio-económica en el país viene siendo cooptado por ese agente político y puede cerrar así la pinza marxistoide que se ha instalado en la región.


Y si no lo hace, la latencia del conflicto social con capacidad de impedir la adopción de políticas correctivas razonables clamará por la emergencia de un movimiento social-demócrata que hoy ha desaparecido del área. Éste es imprescindible para canalizar el descontento y generar estabilidad que candidaturas cuestionadas a las que se vota por razón de Estado, quizás no podrían lograr en democracia.


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