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  • Alejandro Deustua

Chile: De la Protesta Social a una Nueva Constitución

Hace década y media (16 años en realidad) el presidente Lagos promulgó importantes reformas a la Constitución chilena de 1980. Se trataba de reformas institucionales que, según Lagos, suponían un cambio radical de la Carta elaborada durante la dictadura pinochetista.


El presidente chileno sostuvo entonces que su país podía contar con “una Constitución que ya no nos divide…que es democrática… porque no da lo mismo que las futuras leyes de la República…. se discutan y aprueben en un Senado íntegramente elegido….(en lugar de) un Senado integrado por senadores designados o vitalicios” (como lo era Pinochet al dejar la presidencia).


Además, los cambios implicaban dejar de reconocer a la Fuerza Armada chilena como “garante de la institucionalidad”, el fortalecimiento de la capacidad fiscalizadora del Congreso, la reestructuración del Tribunal Constitucional al tiempo que se reducía el período presidencial de 6 a 4 años entre otras modificaciones.


Posteriormente la presidente Bachelet intentó realizar aún más cambios que no fueron reconocidos por el conjunto social.


Hoy Chile acaba de elegir a los integrantes de una Convención Constitucional que, a la luz de la consolidación de una mayoría de independientes y representantes de la izquierda, suman más de los dos tercios requeridos para aprobar las nuevas normas constitucionales. De otro lado, la agrupación de la derecha Vamos por Chile no alcanza el tercio necesario lo que indica que su rol no será determinante sino apenas “suavizador” de las reformas.


En este escenario lo esperable es que la nueva Constitución modifique lo establecido en los capítulos económico y social que las reformas políticas del expresidente Lagos no desearon abarcar. Aquéllas probablemente tengan como eje la modificación del rol socio-económico del Estado que, de “subsidiario”, pasará a disponer de mayores capacidades reguladoras.


Aunque una buena mayoría chilenos es optimista respecto del cambio de las normas que regirán el orden interno, se debe tener en cuenta que, a pesar de la importancia de lo que está en juego, la participación electoral no llegó al 50%. En principio, ese minoritario número de votantes voluntarios no parece suficiente para otorgar legitimidad a la nueva Carta Magna. Pero ésta situación será corregida mediante el referéndum aprobatorio en el que participará, de manera obligatoria, la totalidad del electorado chileno.


A este nuevo escenario se llegó a través de un largo proceso caracterizado por la protesta sistemática de movimientos sociales cuyo origen puede ubicarse en el 2006 cuando estudiantes secundarios, reclamando por una mejor educación pública, llegaron a forzar su ingreso a la sede del Ejecutivo chileno. De allí en adelante la movilización social en Chile se fue extendiendo mientras el gobierno no alcanzaba a solucionar las controversias internas mediante la negociación.


Así en 2011 la protesta ya se desarrollaba en diferentes circunscripciones territoriales contra la desigualdad social y en 2018 la movilización regresó a las aulas, esta vez universitarias, de la mano del movimiento feminista que protestaban por el maltrato general a las mujeres a propósito de un caso de violación.


Y, tal como ocurrió en el gobierno de Dilma Rouseff en el 2013, cuando un incremento del precio del transporte urbano desató protestas plurales e indefinidas a lo largo del Brasil, un incremento del precio del boleto del metro santiagueño dispuesto por el presidente Piñera en 2019 movilizó primero a los estudiantes para extenderse rápidamente a otros sectores.


Pero esta vez hubo una diferencia en el movimiento: la ampliación indefinida del contenido de la protesta y la violencia que la instrumentó. Ésta llegó a extremos vandálicos incrementando el malestar general por lo que se consideró uso excesivo de la fuerza en el esfuerzo para contenerla. A pesar de que el presidente Piñera retiró la medida, la protesta violenta se extendió copando el núcleo de cohesión chileno (Santiago, Concepción y Valparaíso) y escalando las demandas hasta la exigencia de una nueva Constitución.


El presidente Piñera convocó entonces (2020) a un plebiscito para que la población decidiera, por la vía democrática, si efectivamente deseaba una nueva Constitución. Y, si la respuesta era afirmativa, en qué forma se realizaría ésta (a través del Congreso o de una Asamblea autónoma). El electorado votó mayoritariamente por una nueva Constitución y por su redacción a través de una Convención Constitucional.


Desde nuestro punto de vista aún falta precisar las causas del movimiento que llevó al compromiso de un nuevo contrato social teniendo en cuenta que la gran mayoría de los organismos internacionales y de las instituciones nacionales que monitorean desarrollo chileno, habían destacado el inmenso progreso económico y social de esa comunidad en el marco de una economía de libre mercado y de democracia representativa considerada casi ejemplar. Tal fue el éxito del “modelo chileno” llegó a ser considerado uno de las dos referencias socio-políticas en América latina siendo la otra la del totalitarismo cubano.


Había razón para ello pues, luego del golpe de Pinochet y el establecimiento posterior del neoliberalismo, los gobiernos de la Concertación (cuyos integrantes han sido barridos del reciente mapa electoral chileno) habían producido las mejores referencias regionales en materia crecimiento económico (global y per cápita), de reducción de la pobreza, de bienestar medido por índice de desarrollo humano y de reducción de la desigualdad (Banco Mundial). Tal perfomance no podía venir sino de gobiernos bien arraigados y de una gran eficiencia administrativa.


Sin embargo, las causas del malestar económico y social eran multidimensionales y en proceso de expansión. Entre ellas se cuentan el descontento con el sistema previsional (pensiones inferiores al sueldo mínimo vital y, cuya gestión, enriquece a administradores privados), la asimetría en la provisión de salud (80% de la población que sólo puede optar por el sistema público no accede a un servicio de calidad), el transporte público (a pesar de la referencia externa, el metro de Santiago no presta un servicio adecuado), la privatización del servicio de agua potable (la población no acepta que la gestión del agua, considerada como un bien público, esté concentrada en el sector privado priorizando el lucro), la educación (la calidad de la educación pública es pésima, dicen los protestantes, mientras que la privada concentra los niveles de excelencia) y la corrupción (casos de concertación de precios, de implicancia en esquemas inapropiados por familiares de gobernantes y hasta casos de malversación de fondos en la Fuerza Armada y de Carabineros (BBC).


Este contraste entre la estadística internacional y local de un lado, y el malestar social y/o la frustración generalizada de expectativas en Chile debe ser aún esclarecido.


Especialmente cuando el impacto del cambio de orden político en ese país va a afectar a la región desproveyéndola de un anclaje liberal que se irradió, para bien, en parte de Suramérica, que constituyó un acápite importante entre los esquemas de integración de gran potencial (la Alianza del Pacífico) y que ahora estimula la creciente insatisfacción social en el área con tendencias al cambio más o menos radical que no excluye la violencia.


Por lo demás, no se puede afirmar que el cambio constitucional en Chile provenga de un acuerdo electoral para pactar un nuevo contrato social en un escenario estable. Ese cambio se origina en movimientos sociales que no han actuado en Chile pacíficamente ni dentro de marcos institucionales. Su formato democrático es, felizmente, un canal importante de procesamiento pero no el foro donde las contiendas ciudadanas se resuelven adecuadamente. Ello no mejora de la calidad de la democracia representativa en la región.

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