Durante su reciente visita oficial al Perú, el presidente de Uribe ha preferido mostrarse menos como el líder de un país en guerra que como un estadista que mide su gestión por resultados económicos. Al calor de un ciclo de crecimiento (3.7% el 2003 partiendo de 1.6% el 2002) el señor Uribe ha optado por dar una señal de normalidad en un contexto empresarial que privilegia la estabilidad. Para un gobernante con 70% de aprobación en un país acosado por el narcotráfico y el terrorismo a los que empieza a derrotar, esa pretensión es un exceso de modestia.
En efecto, ni el señor Uribe es un líder ordinario en materia de seguridad ni su país es un país “normal” en ese ámbito aun para estándares andinos. A diferencia de Fujimori, el señor Uribe no sólo predica con el ejemplo en la lucha contra la corrupción (su frase más aplaudida) sino que libra una guerra antisubversiva considerada generalmente exitosa sin quebrantamiento democrático ni fractura del Estado de Derecho. Es en ese predicamento que organiza el mercado (y recomienda equidad, aunque ésta se muestre distante).
Y ello en Colombia, un país que ha convivido con la violencia y la corrupción por décadas para mal propio y ajeno. Frente a esos desafíos, muchos de sus gobernantes parecieron menos dispuestos que empujados a tomar acción empleando alternativamente, y sin mayor éxito, la fuerza y la negociación. Hasta que el señor Uribe reunió ambos instrumentos, cohesionó a su población y multiplicó un fuerte apoyo externo que ya era excepcional cuando arribó al poder en el 2002.
Sin querer parecer exitista –una imprudencia en un contexto bélico que aún puede revertirse- el señor Uribe tiene razones para sentirse orgulloso. En dos años de gestión, él, su fuerza armada, su población y el apoyo norteamericano han logrado tres objetivo elementales de la guerra antisubversiva: recuperar territorio de la insurgencia narcoterrorista, incrementar sustancialmente la presencia del Estado en el país y generar esperanza en la ciudadanía. Aunque el esfuerzo mayor se da en el sur de Colombia donde se presiona a las FARC, en los últimos 2 años se han producido cerca 7 mil capturas de subversivos, la acción terrorista se ha reducido en 18% y los ataques contra la infraestructura energética han descendido en 40% (Maisto).
Por lo demás, aunque reactivando las cuestionadas “áreas de despeje” en las que se esperanzó el presidente Pastrana, el gobierno del señor Uribe ha logrado un escenario proclive a la desmovilización de los paramilitares de las AUC, contactos con el ELN mientras se los presiona y una contundente demostración a las FARC de que el Estado puede efectivamente ganar la guerra y mejorar su posición de fuerza antes de cualquier negociación. Para lograr ese avance –donde, a pesar de las dificultades de la mimetización subversiva, se debe deslindar con el narcotráfico-, Colombia ha contado con un sólido apoyo norteamericano materializado en US$ 3500 millones del Plan Colombia (y según Maisto, hasta el 2004, en un acumulado de hasta de US$ 5700 millones de los cuales US$ 4246 han ido a las fuerzas armadas y policiales). Esa suma, traducida en equipo y entrenamiento, se potencia porque se orienta a la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo cuando, hasta el 2002, por disposición del Legislativo norteamericano, sólo se dirigía contra la primera amenaza frustrando el esfuerzo antiterrorista.
De esta manera, la lucha contra la subversión terrorista ha retroalimentado la lucha contra el narcotráfico (básicamente dirigido por actores yuxtapuestos) con el resultado de una reducción de los cultivos de coca de 170 mil has en el 2001 a 113 mil el 2003 (Maisto). El esperado efecto “globo” en la región andina no se ha expresado con fuerza en tanto, en el conjunto, la reducción es de 18% aún cuando la hipótesis de presencia narcoterrorista en nuestros países se mantiene. Ello obliga a mantener la guardia alta en el resto del área si no se desea perder la paz en el área andina mientras en Colombia se empieza a ganar la guerra según lo perciben representantes del Comando Sur.
De allí que la visita del presidente Uribe al Perú deba orientarse a fortalecer los lazos de seguridad con ese país antes que a vigorizar sólo la vertiente empresarial a la que el presidente Uribe ha guiñado un ojo en el CADE. No es que al respecto el presidente colombiano carezca de cifras esperanzadoras o que el esfuerzo empresarial no sea importante, sino que en tanto el problema colombiano es esencialmente de seguridad, esa prioridad debe ser atendida. De otra manera se caerá en las deficiencias implícitas en la estrategia colombiana (que también las tiene). En efecto, si Colombia crece con un modelo económico de tiempos de paz en tiempos de guerra, la pregunta económica relevante es cuánto deja de avanzar Colombia en la guerra por administrar una economía de tiempos de paz. Bajo esta modalidad, además de la voluntad política colombiana, el éxito bélico se entiende fundamentalmente por el apoyo norteamericano. En ausencia de él, consecuentemente, el esfuerzo colombiano colapsaría. Los empresarios no querrán que esto ocurra y no insistirán, por tanto, en estimular una versión fundamentalista de la economía de mercado en ese país.
Más allá de esta disquisición, Colombia se muestra, después del Perú, como la economía más dinámica de la región andina y si se descuenta el petróleo (que beneficia fundamentalmente a Venezuela) es la mayor economía en la subregión. No sólo es la que mejor aprovecha el mercado andino (casi US$ 2000 millones de exportaciones anuales entre 1999 y el 2003) mientras coloca en Estados Unidos 45% de su ventas al exterior sino la que, en promedio recibe mayor inversión extranjera en los últimos 5 años (US$ 2299 millones en el 2000 cuando al Perú llegaban sólo US$ 810 millones y US$ 1753 millones en el 2003 cuando en el Perú, con mayor crecimiento, el extranjero invirtió sólo US$ 1058 millones ese año) (CAN).
Aunque Colombia sigue siendo la principal fuente de inestabilidad en la subregión (ahora disputada por Bolivia), el presidente Uribe ha devuelto a su país la esperanza de la cohesión y está ganando para la región andina un espacio en el que hasta hace poco la tendencia al vacío de poder –y, por tanto, a la anarquía- era predominante. Su esfuerzo debe ser mejor apoyado por los vecinos.
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