Estados Unidos y Rusia acaban de suscribir un nuevo acuerdo de reducción de armas nucleares continuando con el proceso reiniciado en 1991 luego del desmoronamiento de la Unión Soviética. Éste se ha producido en el singular marco de la nueva postura nuclear norteamericana orientada a lograr, en el largo plazo, la eliminación total de esas armas, a priorizar medidas contra la proliferación nuclear y a combatir el terrorismo vinculado a la materia.
Si bien el acuerdo con Rusia es una continuación del proceso de desarme iniciado con la Unión Soviética, éste es considerado como un parteaguas. Y lo es no tanto por su carácter post Guerra Fría sino debido a la magnitud del “corte” acordado (30% ó de 2200 a 1500 cabeza nucleares cada uno además de una limitación de las partes al despliegue de hasta 700 vehículos portadores). Aunque existan dudas sobre cómo se implementa y se calcula esa reducción, Estados Unidos y Rusia consideran que han restablecido una etapa de cooperación en esta materia que puede trasladarse a otras áreas.
Si ello otorga al acuerdo una especial connotación estratégica, ésta se incrementa si se considera que la primera potencia considera ahora ese compromiso como el primer paso “real” hacia el objetivo de un mundo sin armas nucleares y liberado del miedo remanente de la Guerra Fría. Se enfatiza el término “real”, porque anteriores presidentes norteamericanos plantearon, en plena Guerra Fría, ese objetivo aunque en términos “nominales” (Ronald Reagan, por ejemplo).
Sin embargo, si a ese antecedente se agrega el hecho de que la primera potencia considera aún que mientras ese objetivo no se logre mantendrá una capacidad de disuasión nuclear suficiente, no pareciera emerger de ese planteamiento una novedad sustantiva. Pero sí la hay.
La novedad consiste en que esa estrategia es complementada por el abandono norteamericano del eventual recurso a esas armas contra Estados que no las tuvieran en el caso de ataque con consecuencias potencialmente catastróficas. Esta última postura se planteó durante la Administración Bush luego del ataque terrorista del 11 de setiembre del 2001 como consecuencia del incierto escenario emergente y de las “nuevas amenazas” implícitas en él. Esa postura amplió extraordinariamente la discrecionalidad norteamericana para el uso de armas nucleares de alcance intermedio o de carácter táctico. El abandono de esa postura libera de esa amenaza a todos los Estados no nucleares sin excepción, obliga al empleo de armas convencionales para casos de retaliación en caso de que Estados Unidos sea atacado por armas no nucleares de alto poder destructivo y marca un retorno, en apariencia, a la vieja doctrina de disuasión pero con capacidades más reducidas.
Aunque este cambio otorgará al balance de armas convencionales un nuevo rol, el hecho es que el Presidente Obama implementa el contenido de la política anunciada en Praga en abril del año pasado y, al hacerlo, da paso a la lucha contra la proliferación y el terrorismo nucleares como “nueva” prioridad.
Aunque ésta ya estaba también expresamente establecida en las diversas versiones de la “estrategia de seguridad” elaboradas por el Departamento de Defensa durante la Administración Bush, el hecho es que ahora ésta va acompañada de una nueva iniciativa diplomática para reforzar el cumplimiento del Tratado de No Proliferación y lograr, alrededor suyo, un nuevo consenso global (una de cuyas referencias es la cumbre de seguridad nuclear que se lleva a cabo en Washington entre el 12 y 13 de abril en la que estarán representados más de 40 Estados).
Esa reunión y la nueva posición norteamericana probablemente destaquen, además de la necesidad de ejercer presión para que potencias como Irán y Corea del Norte no incrementen su capacidad nuclear, el requerimiento de que no emerjan, de manera descontrolada, nuevas potencias nucleares con capacidad de hacer uso de armas nucleares. Si bien ese objetivo está en el interés colectivo siempre que las potencias nucleares progresen efectivamente en su propio desarme (lo que está francamente en cuestión), éste no debe inhibir el acceso al desarrollo y uso pacífico de la energía nuclear por potencias que hoy carecen de ella.
El Perú, cuyas fuentes de energía no son ilimitadas, está (o debería estar) interesado en acceder a ese tipo de energía mediante la cooperación internacional y el aprovisionamiento del material necesario de fuentes seguras (como podría ser un organismo inter o trasnacional que satisfaga esa demanda) al tiempo que cumple con sus obligaciones en el marco del Tratado de No Proliferación. Para plantearlo debió concurrir a la cumbre de Washington. Si no lo ha hecho, debe subsanar esa ausencia con el desarrollo internacionalmente coordinado de una política al respecto.
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