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  • Alejandro Deustua

¿Cooperación o Integración Energética en la Región?

A la sombra de las tendencias divergentes surgidas en la CAN (p.e., el retiro de Venezuela y las incertidumbres que generan las políticas de Ecuador y Bolivia) y en el MERCOSUR (p.e., la fricción argentino-uruguaya y los escasos logros de su última cumbre), la atención sobre la inserción de países como Colombia y Perú ha estado concentrada en la relación con Estados Unidos (el TLC), la Unión Europea (las negociaciones sobre un acuerdo de asociación que incluya un acuerdo de libre comercio que deberá tener un punto de inflexión en la cumbre UE- América Latina del próximo año) y la cumbre de la APEC a realizarse en Lima el 2008.


Sin embargo, los procesos iniciales que marcan el rumbo de grandes proyectos de integración regional han seguido su curso. Este es el caso de la red de gasoductos del sur que, a diferencia, del proyecto más restringido conocido como “anillo energético”, abarca al conjunto suramericano. Asumiendo, a priori, que las ventajas de un proyecto de integración física que agregue seguridad energética a la región, estabilidad política y economías de escala son ciertamente deseables en Suramérica, el proyecto en cuestión deja aún muchas dudas. Entre otras, éstas se refieren a su viabilidad (¿es posible la integración energética entre regímenes crecientemente antagónicos y en circunstancias de reemergencia de conflictos territoriales?), a sus beneficios colectivos (¿serán éstos meramente económicos y equitativamente distribuidos bajo condiciones de coincidencia de intereses o tendrán, interna y externamente, un componente geopolítico y confrontacional?), a su manejo (¿habrá o no control de actores predominantes?), a su institucionalidad (¿qué autoridad estará a cargo: una colectiva o una supranacional?) y a su contribución al desarrollo nacional (¿contribuirá el proyecto a generar desarrollo mediante industrialización o tendrá un sesgo predominantemente comercial?).


Antes de responder a estas preguntas (que debieran ser absueltas de inmediato), los gobiernos involucrados deben aclarar además la disposición compromisoria con la que participan en estas reuniones. Bajo los escasamente transparentes patrones en que éstas se llevan a cabo, no queda claro con qué convicción se aproximan las partes al trato de la materia. Esclarecer el punto será indispensable antes de ingresar a la fase convencional sobre definición de acuerdos marco. Especialmente si éstos tratan sobre principios y normas que definen la naturaleza del régimen de integración potencial. Y más cuando éstos parecen fuertemente influenciados por organismos multilaterales de crédito que parecieran desear más “monetarización” de las reservas que hacerlas útiles al desarrollo del país donde se encuentran.


No menos importante es también el requerimiento de esclarecer el marco regional en que las conversaciones se realizan. Si dentro de los escasos y frágiles cimientos de la Comunidad Suramericana de Naciones, el programa de infraestructura IIRSA es el más sólido y prometedor, los participantes deben aclarar por qué no es emplea la institucionalidad tridimensional (vial, de comunicaciones y energética) de ese programa compartido y vigente. No hacerlo estaría señalando la posibilidad de que la “red de gasoductos del sur” tendría el patrocinio y los objetivos de uno de sus principales mentores (Venezuela) antes que los establecidos por los presidentes suramericanos en el 2000 (cuando se aprobó el IIRSA).


El punto es importante porque no todos los interlocutores de los gobiernos de Venezuela (y de Bolivia), aún siendo productores de hidrocarburos, desearían ingresar a proceso de integración profunda bajo condiciones de intensa divergencia política, económica y estratégica y/o en el marco de conflictos que involucran intereses primarios subyacentes. Si la integración presupone la existencia o la predisposición a generar condiciones básicas de convergencia que puedan evolucionar hacia cierta cesión de soberanía que consolide esa convergencia, las actuales condiciones no serían las más apropiadas para ello.


Un escenario muy distinto sería aquél en que la articulación energética se establece bajo condiciones de cooperación, respetando las soberanías nacionales, con el propósito de equilibrar satisfactoriamente, y a precios de mercado, la oferta y demanda de energía en la región. Una alternativa a ello sería la creación de una reserva estratégica colectiva (en este caso, gas) en el que la procedencia y el pago de las partes alícuotas quedasen claramente establecidas sin condiciones administrativas de predominio. Otra, la de proceder gradualmente entre países y economías afines (un enfoque plurilateral y de menor ámbito de la integración energética).


Por lo demás, no parece aceptable que las condiciones de esa integración se dieran en función de requerimientos de “monetarización” de las reservas de los países que las detentan para sufragar el costo del desarrollo. Si ello implica sencillamente comprar y vender gas, sólo estaríamos creando un mercado tradicional en el sector y postergando los requerimientos de satisfacer primero los requerimientos internos de las economías ofertantes: la consolidación de un mercado nacional no autárquico y la industrialización de un recurso que permite generación de valor agregado a costos menores que el que requiere, por ejemplo, la transformación de minerales.


El prerrequisito para ello es comprobar la existencia de reservas suficientes para ese emprendimiento nacional y para las exportaciones a que hubiera lugar. Esa tarea aún no se ha perfeccionado en el Perú.


Mientras ésta se concluye, podemos cooperar en la prospectiva de la creación de un mercado regional y en el estudio de compromisos bi o plurilaterales de compra-venta sujetos a la comprobación de las magnitud y calidad de las reservas. Y, por cierto, también podemos cooperar en la tarea, ojalá de mediano plazo, de solución de conflictos y de generación de convergencia económica y política que permita crear masa crítica suficiente para un real proyecto de integración energética regional.



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