Además de restar medio punto a la perfomance económica de este año, el “efecto Odebrecht” ha complicado el desarrollo de vitales proyectos de infraestructura, ensombrecido el clima de negocios e inhibido la inversión privada en el corto plazo. Pero esas no son todas ni sus principales implicancias.
La más importante es la vigorización de la naturaleza sistémica de la corrupción en el Perú que complica de nuevo a la institución presidencial, pervierte los mecanismos de integración física regional y obstaculiza las aspiraciones de nuestra inserción global.
El conjunto de estas implicancias tiene costos que la fiscalía no ha contabilizado.
Si el asalto que Fujimori y Montesinos perpetraron contra el Estado añadiendo a la mega corrupción actos de lesa patria (la renuncia del mandatario desde el exterior y su inmediato empeño en una carrera política en Japón p.e.) que llevaron la perversión pública a niveles insuperables, la transición democrática pareció rescatar a la República de su postración. Pero ese optimismo subvaluó la intensidad sistémica con que la corrupción había corroído las instituciones y especialmente la de la Jefatura del Estado.
Hoy esa situación estructural se ha hecho visible nuevamente por acción del ex presidente Toledo. Diecisiete años después de fugado Fujimori, la institución de la Presidencia de la República que, en términos constitucionales conlleva la representación del Estado y de la Nación, aparece mermada más allá de la gestión decente en que está empeñado el actual gobernante. La reparación de esta falla estructural del sistema político, que compromete nuestra identidad nacional, tiene un costo que el país entero –y no solo la fiscalía- debe solventar.
Ese costo se expresa también en nuestro posicionamiento en la comunidad internacional.
Su expresión regional en el ámbito de la integración física ha estado, en buena medida, vinculada al programa IIRSA aprobado por todos los presidentes suramericanos a principios de siglo. Al respecto es preciso indagar si los excesos cometidos en algunos tramos de la carretera Perú-Brasil se han producido también en el resto de la red regional. La acción externa pertinente debe incluir la determinación de quién va a cubrir esos costos que superan a la obra física.
Ello pasa por la revisión completa de nuestra relación con el Brasil, “socio estratégico” con el que se llegó a articular de manera prioritaria nuestra política exterior regional.
Y en el ámbito global, el costo de reparar nuestra imagen y credibilidad en relación a interlocutores multi y plurilaterales no puede desmerecerse alegando que la corrupción es un problema global evaluado en 2% del PBI mundial (FMI).
Ese costo se asocia a la puesta en duda de nuestro compromiso con regímenes anticorrupción de la OEA, la APEC y especialmente con la OCDE a la que el Perú aspira incorporarse el 2021.
La gestión punitiva jurisdiccional no reemplaza a la que deba hacer el Estado para establecer la perspectiva cierta de que el Perú será un país confiable.
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