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  • Alejandro Deustua

Cuba: Sin Salida

En Cuba, como en otros Estados, alguna gente se suicida para protestar. Pero en el Estado totalitario a ese extremo recurso no se llega por motivaciones existencialistas, ni económicas, ni mucho menos por ánimo terrorista. Quizás se recurra a él para llamar la atención internacional sobre el carácter represivo de un régimen en el que el disenso es un delito que cometió el que se mata.


Sin embargo, Granma, el vocero del PC cubano, considera que la muerte de un “preso común”, Orlando Zapata, fue producto de una manipulación y la eventual del periodista Guillermo Fariñas, un chantaje probablemente avalado por el imperialismo. Si bien el suicidio como instrumento político es éticamente reprobable, quien lo ejerce sin causar más daño que la terrible supresión de su propia vida probablemente considere que éste es el único medio de influencia posible en ausencia de otro mecanismo de expresión organizada.


Tal instrumentación de la desesperanza puede no ser común en Cuba. Pero sus variantes son innumerables. Si ahora se ejerce individualmente poniendo en evidencia a un régimen que prohíbe constitucionalmente ejercer acciones que cuestionen al Estado socialista, antes se ejerció grupalmente mediante la fuga colectiva a riesgo de la propia vida. En efecto, si decenas de miles de balseros cubanos se han arrojado al mar en embarcaciones trágicamente ridículas en búsqueda de esperanza, lo hicieron porque, además de la privación de otros derechos esenciales, el régimen cubano impide la libre la salida del país.


El consecuente deseo de fugar, que ha hecho del Caribe un corredor de la muerte, tuvo quizás su punto culminante en 1980 cuando miles de cubanos invadieron la Embajada del Perú en búsqueda de cualquier destino menos el que padecían. Luego de repudiarlos e infiltrarlos con criminales comunes y desquiciados, el dictador permitió apenas que una flotilla extranjera se encargarse del traslado de los “indeseables” a Florida.


Y para confirmar que del paraíso socialista no se escapa nadie con impunidad, en 1994, guardacostas cubanos hundieron, con frialdad homicida, un transbordador repleto de personas que se arriesgaban a todo como lo hicieron los que quedaron atrapados en el Muro de Berlín.


Si el totalitarismo cubano apelaba entonces a la razón de Estado para justificar la exposición de grupos enteros al peligro extremo, desde sus orígenes empleó la razón ideológica para justificar el terror. Así, a la manera de Robespierre y de Stalin, el Che Guevara advirtió en 1964 a la Asamblea General de la ONU que el fusilamiento era una necesidad revolucionaria. “Sí, hemos fusilado y lo seguiremos haciendo mientras sea necesario” dijo sin asegurar juicio justo a nadie. Tal disposición represiva está instalada en el Estado totalitario cubano, en sus leyes, y en su indisposición a administrar justicia de acuerdo a estándares universales. A cambio exhibe avances económicos y sociales. Para llamar la atención sobre esa “asimetría” eventualmente macabra, modestos cubanos ponen hoy su propia muerte a consideración de la comunidad internacional. Si ello es un exceso, lo es más la indisposición de la dictadura cubana a liberar a su población.



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