21 de febrero de 2024
La crisis de la administración de justicia y del ejercicio de la acción penal arriesga algo más que la institucionalidad del Poder Judicial y del Ministerio Público. Siendo las funciones de esas entidades centrales para el ejercicio jurisdiccional, su descomposición pone en cuestión uno de los cimientos principales del Estado.
Y en tanto el Ejecutivo no lograr superar la crisis de autoridad (cuyo último empellón patrocinó Castillo) y el Legislativo insiste en perder legitimidad, la crisis del Poder Judicial y del Ministerio Público completa la afectación estatal. Ello daña a la sociedad (que vive al borde de la quiebra del contrato social), al mercado (que no halla la suficiente certidumbre normativa que le incumbe) y a la política exterior (que, a pesar del oropel, no tiene sustento adecuado para una adecuada inserción externa que incluya el cumplimiento de normas multilaterales -el caso de la OCDE o de la Convención del Mar- o bilaterales -p.e. la fluidez de las relaciones cuando el crimen organizado las torpedea).
Esta lamentable situación, que afecta estructuralmente el desempeño democrático, no es nueva en el ámbito nacional. Pero hoy interactúa en el ámbito global.
El índice sobre el imperio de la ley (Rule of Law Index) del World Justice Project, cuya credibilidad deriva de las entidades que lo auspician (la Comisión de la Unidad Europea, el Departamento de Estado, el Banco Mundial, entre otros), intenta un diagnóstico al respecto.
Su estadística, con una cobertura de 142 países, ilustra el deterioro global de las funciones jurisdiccionales de los estados. Esa decadencia afecta nada menos que al 80% de la población mundial (6 mil millones de personas) que viven en estados en los que la aplicación de la ley (y, por tanto, el estado de derecho), tiende a declinar.
Tal afirmación no se pierde en especulaciones. El imperio de la ley es definido en ese documento como el fundamento de las “comunidades” de justicia, paz, oportunidades y respeto por los derechos fundamentales. La calificación de cada país (de 0 a 1) se enmarca en los criterios de rendición de cuentas, “ley justa”, apertura gubernamental y accesibilidad a la justicia.
El Perú logra un resultado de 0.49. Si esa calificación indicara que el país está apenas por debajo de la mitad de la perfomance colectiva, la percepción del problema podría no ser tan crítica. Pero resulta que ese resultado corresponde a la posición 88ª entre 142 países en el ámbito global y a la 21ª entre 32 países en el ámbito regional. En ambos casos el Perú se ubica en el segundo tercio de los países calificados.
Y de acuerdo a las subcategorías empleadas, el Perú se sitúa en posiciones adicionalmente inferiores en materia de corrupción, orden, seguridad y aplicación de la ley civil y penal. De otro lado, se sitúa mejor en las categorías de límites al “gobierno” (el Ejecutivo, aunque el documento no considera los límites no regulados como el conflicto de poderes), apertura gubernamental, derechos fundamentales e implementación regulatoria (que no considera la falta de reformas).
Para darnos una mejor idea de posicionamiento global en el cuadro de disfunción jurisdiccional, al margen de la superioridad de los países nórdicos, europeos o de la mayoría de los del sudeste asiático, el Perú se sitúa por debajo de Uruguay, Costa Rica, Chile, de un buen número de países caribeños, Argentina, Ruanda, Botswana, Senegal, Mongolia o Kazakstán; se sitúa igual que Viet Nam y Ucrania y mejor que China, México o Venezuela.
Y en el ámbito suramericano, el Perú, a pesar de su baja calificación, se ubica por encima de sus socios andinos, México y varios de los centroamericanos considerando los criterios antes mencionados.
En este marco no es extraño que los procesos de integración subregionales (especialmente el andino) hayan fracasado económicamente. Pero sí sorprende que sus miembros no se hayan empeñado en mejorar sus capacidades jurisdiccionales luego de tanta demagogia sobre el mercado ampliado y sus infinitas normas comunitarias.
Si, por tanto, en el cumplimiento nacional de la ley (y también en los ámbitos regional y global) hay muchísimo qué hacer, la urgencia es mayor si se observa que las tendencias autoritarias en el mundo van afirmándose y las democráticas declinando.
En efecto, considerando que el estado de derecho es indispensable para el ejercicio democrático, su devaluación regional y global implica un riesgo democrático adicional. Ese riesgo es confirmado por la evaluación anual de The Economist Intelligence Unit (EIU, a la que se sumarán, a la brevedad, varias más). Siguiendo el decadente patrón de desempeño jurisdiccional, EIU considera que la tendencia al declive democrático se ha incrementado en el último año (la mengua empezó antes) por el impacto de la conflictividad global. A pesar de la incorporación de un par de países al escenario democrático, el resultado del 2023 es inferior al del 2022 en términos de la calidad democrática de los países que se rigen por ella.
Al respecto, EIU registra que sólo 24 de los 167 países investigados disfrutan de “democracias plenas” (albergando apenas al 7.8% de la población mundial) mientras el 37.6% de la población vive en 50 países considerados “democracias defectuosas”. Si ambas categorías suman menos de la mitad de los estados del sistema y de la población global (74 países y 45.5% de la población) la evolución del dividendo democrático de la postguerra fría se ha precarizado.
Más aún, si en 2023 apenas 32 países mejoraron su condición democrática mientras 68 involucionaron (67 se mantuvieron igual) confirmando el diagnóstico. Ello ha beneficiado a los “regímenes autoritarios” (Rusia, China, Venezuela, Nicaragua) que, instalados en 59 países, cobijan al 39.4% de la población mundial.
En una situación intermedia se encuentran lo “regímenes híbridos” que rige en 34 países con 15.2% de la población. No siendo éstos ni democracias ni autocracias, admiten el fraude electoral, cooptan a la instituciones jurisdiccionales, no practican el estado de derecho ni estimulan la participación política.
El EIU considera al Perú como un “régimen híbrido” (ni siquiera como democracia defectuosa) junto con México, Ecuador y Bolivia (ubicada en la parte baja de la clasificación). Salvo por Uruguay y Costa Rica ningún otro país suramericanos es considerado “democracia plena” (Chile, Brasil, Argentina, Colombia clasifican como “democracias defectuosas”).
Como la era del conflicto (o la que no privilegia la cooperación) está en marcha según se ha confirmado en la reciente Conferencia de Seguridad de Münich es indispensable que, hasta por razones de seguridad nacional, el gobierno y la sociedad peruanos se dispongan a prevenir la emergencia de partidos que hacen del conflicto su agenda y se apresuren a promover consensos que permitan recuperar al Estado, sus fundamentos jurisdiccionales y democráticos y las bases de su proyección internacional.
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