Las FARC son el grupo terrorista más peligroso y persistente que haya existido en América del Sur. Su arraigo hostil en Colombia ha desangrado a ese país desde 1964 impidiendo su pacificación desde que sus antecesores se confrontaron a partir del “bogotazo” de 1948.
En ese empeño, las FARC han contribuido a desestabilizar también la región andina al punto que ésta ha reemplazado a Centroamérica como el escenario con mayor capacidad de irradiación de conflicto en el hemisferio americano.
Es más, esta entidad surgida de las cavernas de la Guerra Fría ha evolucionado malignamente desde sus épocas meramente guerrilleras para derivar en el narcoterrorismo y terminar convirtiéndose en un sujeto de fricción interestatal.
En efecto, y como si estuviera en su apogeo, hoy las FARC han recibido el respaldo del presidente de Venezuela, el compromiso no condenatorio de los presidentes de Ecuador y Bolivia y la neutralidad brasileña que se niega a calificarlo como grupo terrorista. Es más, sobrestimada en su poder, las FARC han logrado acumular interés político suficiente como para que algunos de esos vecinos promuevan su reconocimiento como entidad beligerante. Aunque esa iniciativa no ha prosperado sí ha alterado seriamente el equilibrio de poder en la subregión andina y ha erosionado aún más su muy precaria cohesión.
Extraordinariamente, es a la luz del incremento de su dimensión internacional que las FARC han sido duramente golpeadas tanto por la captura, eliminación o desaparición de sus líderes más representativos como por el progreso de la política de seguridad democrática del presidente Uribe.
En esta situación de debilidad aparejada de peculiar influencia externa (fuertemente complementada por la criminal explotación política de los rehenes en su poder) se abren paradójicamente dos grandes oportunidades: el impulso de la ofensiva estatal que lleve a la derrota de los fuerzas narcoterroristas o la negociación para lograr la desmovilización de las mismas una vez redefinidas políticamente.
En apariencia, estas líneas de acción son alternativas o contradictorias entre sí. En efecto, si la mera opción militar fuera posible ello implica el compromiso definitivo con el uso preponderante de la fuerza (entre otras actividades vinculadas a ella) hasta una victoria que podría ser distante pero probable. Esta opción es tentadora porque tiene legitimidad (Uribe ha sido reelecto porque ha incrementado la seguridad de sus ciudadanos en proporción directa al retroceso de las FARC) y se ha probado eficiente.
Su eficacia, sin embargo debe medirse en relación a su inmenso costo (que es multidimensional) y a las posibilidades de lograr una victoria en un largo plazo de alguna manera predecible (lo que implica la difícil tarea de calcular el momento de implosión de la estructura de comando de las FARC). En esta opción la negociación sólo se consideraría como un instrumento de consolidación de la victoria (p.e. lograr la rendición del núcleo de esa fuerza narcoterrorista).
Esta última alternativa, sin embargo, podría considerarse la primera si es que las FARC están dispuestas a negociar seriamente en el entendido de que el resultado no puede ser otro que el definitivo cese al fuego, la desmovilización (anticipada por la liberación de rehenes) y una eventual reinserción (que podría ser patrocinada por gobiernos extranjeros).
El problema con esta alternativa es la credibilidad de la fuerza narcoterrorista y la aceptación pública de ese proceso. En efecto, antes de que se consolidara como tal, las autoridades colombianas ya habían intentado esta vía cosechando fracaso y mayor inseguridad para el Estado y sus ciudadanos. Así ocurrió desde que el presidente Belisario Betancourt intentara una aproximación en 1984 hasta los esfuerzos del presidente Andrés Pastrana entre 1998 y el 2002. Sea por el quiebre del cese al fuego, por debilidad presidencial –como el error de conceder una zona de despeje sin cese al fuego- o por la indisposición de las FARC, ésta vía se ha desgastado hasta que se produzca un radical cambio de circunstancias.
En ese momento podría Colombia encontrarse hoy siempre que no abandone el empuje de la vía coactiva y cuente con el respaldo explícito de vecinos que, hasta ahora, no desean distinguir entre quién es el representante de la ciudadanía y de la ley y quién no sólo no lo es sino que pretende destruirlo. Si la hostilidad hacia el gobierno colombiano se mantiene y persiste la ausencia de respaldo colectivo, la vía de la fuerza seguirá siendo la única opción colombiana.
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