26 de junio de 2023
Un grupo de mercenarios integrado por ex-convictos y personajes de similar calaña acaba de infligir a una gran potencia militar un daño mayor al tiempo que incrementaba los niveles de alerta de la principal superpotencia y la de sus aliados y asociados.
Sin exageración, esto es lo que el grupo Wagner ha logrado en Rusia y Occidente en un día y medio de amotinamiento.
Luego de denunciar al mando militar ruso de grave incompetencia y de acusarlo de incumplir reclamos de aprovisionamiento, Yevgeny Pregozhin, el aventurero jefe del grupo Wagner, decidió llevar sus fuerzas a Moscú con propósitos indefinidos. Sin embargo, con la capital a tiro de piedra (200 kms.) en un recorrido casi sin obstáculos para copar posiciones militares o para derribar aviones rusos, ha emprendido mansamente la retirada persuadido por un aliado del presidente Putin, Alexander Lukashenko.
Tan asombrosa aventura merece indagar si Pregozhin pretendía tomar personalmente cuentas al Ministro de Defensa y al Estado Mayor rusos, lanzar un golpe de Estado desde la misma Plaza Roja o llevar a la población y a la fuerza armada a una guerra civil. Pero el poderoso pendenciero, ya guarecido, afirma ahora que sólo deseaba plantear un reclamo casi sindical.
De momento impune, el wagneriano ruso disfruta hoy de la ambigüedad entre el retiro de cargos de traición que se le imputaron y su posterior replanteamiento mientras se exculpa a las tropas no comprometidas (una parte mayoritaria del total de sus 25 mil hombres a las que se les ofrece contrato militar). La ejecución del castigo anunciado por Putin contra los confabuladores queda, por ahora, como mucho en este caso, en el limbo.
Las primeras reacciones sobre este extraordinario acontecimiento llevan, con razón, a conclusiones sobre la debilidad del gobierno ruso, la disfuncionalidad de sus instituciones y la insolvencia de sus autoridades militares bien a contramano de las percepciones establecidas sobre de la dureza del autoritarismo putinesco, la eficacia de su “control total” y su disposición a cualquier sacrificio a cambio de fortalecer su comando.
De estas percepciones se puede decir que no han tomado en cuenta la tradición revolucionaria rusa cuando un grupo de poder vigoroso la lidera ni la intervención de grupos armados no convencionales en confrontaciones locales o internacionales (desde los “cosacos” en las guerras napoleónicos hasta los “chechenos” en las guerras separatistas). Y si esa referencia parece exagerada en este caso, ciertamente la sordidez y abolengo de la corrupción rusa (que no es ajena a los países de su zona de influencia o que pertenecieron a ella) que permite la organización de fuerzas informales, sean éstas de control político-económico (los “oligarcas”) o de choque (el grupo Wagner), debe ser considerada con seriedad como factor interviniente en este proceso.
Si ese tipo de fuerzas son empleadas también por diferentes potencias (p.e. los “contratistas” norteamericanos), ninguna tiene el poder demostrado por esta organización rusa que ha actuado en Siria, Libia, República Centroafricana o Crimea (los “soldaditos vedes” que, sin insignias, contribuyeron a la usurpación de la península en 2014) acopiando riquezas para sus facilitadores en el proceso.
Con ese alcance operativo y poder de fuego (que incluye tanques regulares y helicópteros de guerra) es difícil aceptar el supuesto de que su origen se debe apenas al emprendimiento singular de un ex -convicto dedicado a la venta de salchichas y a la gestión posterior de restaurantes permitiéndose amasar, en poco tiempo, un poder determinante en una guerra de impacto sistémico, en la sobrevivencia del gobierno ruso y en la capacidad de éste para confrontarlo.
Y menos si el salchichero-chef, es hoy capaz de despertar en el Secretario de Estado norteamericano la necesidad de recordar a su contraparte rusa sus obligaciones sobre protección de embajadas y de control de armas nucleares (que ahora es incierto). Esa preocupación ha sido compartida por los miembros de la OTAN y del G7 cuyas autoridades monitorean la situación rusa con alarma.
Si un ex -vendedor de embutidos puede producir semejante inseguridad, no es descabellado pensar que el grupo que se supone comandado por él (y que pudiera haber sido formado a instancias de alguna instancias del gobierno ruso) sólo puede descarrilarse con grave peligro para las superpotencias, sus alianzas y la comunidad internacional si la debilidad o voluntad de su oscuro controlador lo permite o induce.
Más aún, si ese grupo puede pasar de ser un activo del escalamiento militar (como ha ocurrido con el grupo Wagner en Ucrania) a ser factor de fragmentación nacional y de riesgo colectivo adoptando posiciones ultranacionalistas.
Por ello es imprescindible que los Estados que favorecen la existencia de estos grupos y los emplean en los diferentes dominios (especialmente los que trabajan fuera del escrutinio público) tengan pleno control de los mismos.
Ésta es una máxima de singular valor también para los países en desarrollo con bajos niveles de institucionalidad (como lo es el Perú) si es que aspiran ya no a ser potencias medias sino a consolidarse apenas como Estados viables.
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