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  • Alejandro Deustua

El Inacabable Caso Fujimori

16 de setiembre de 2005



La solicitud de extradición de Alberto Fujimori formulada por el Estado peruano al Estado japonés pareciera aproximarse a un desenlace jurídico que debiera culminar en los tribunales de ese país o en la Corte Internacional de La Haya siempre que hubiere decisión suficiente del gobierno peruano de adoptar, por fin, las medidas correspondientes.


El más reciente desarrollo de este interminable proceso previo ha sido la nota diplomática que la Cancillería acaba de entregar al Embajador del Japón en el Perú, el señor Itohiro Ishida. La nota tiene el propósito de hacer evidente, por si no lo fuera ya, la conducta fraudulenta de Fujimori en el uso alternativo de la nacionalidad peruana y de la (eventual) japonesa según su conveniencia política. Dicha conducta se ha puesto nuevamente de manifiesto a través de la tramitación y obtención por Fujimori del documento de identidad peruano (DNI) en marzo pasado y de la reciente renovación del pasaporte nacional.


El Estado, a través del Consulado en Tokio, ha procedido a entregar ambos documentos en función del derecho que asiste a todo peruano independientemente de cuál sea su condición jurídica. Con ello demuestra que Fujimori es predominantemente peruano y no japonés y, por tanto, es sujeto de extradición por los delitos de corrupción y violación de derechos humanos que se le imputan.


Al hacerlo, por lo demás, el Estado demuestra que cumple con sus obligaciones jurídicas y humanitarias en relación al fugitivo ex gobernante. A ello se se suma la intención gubernamental de evidenciar que no hay persecución política ni contra este sujeto ni contra sus partidarios. Por lo menos así se ha explicado la reciente reunión del Primer Ministro en las oficinas del premierato con los miembros de las organizaciones políticas que mantienen a Fujimori como líder.


Si este conjunto de acciones y de hechos forman parte de una estrategia para intensificar las acciones planteadas al gobierno japonés para que se defina sobre la extradición solicitada, entonces los plazos para que ello se resuelva en los tribunales japoneses o en la Corte Internacional de La Haya se han acortado notablemente. Pero esto no se hará realidad por la inercia de las cosas sino por la decisión del gobierno peruano para cumplir con sus responsabilidades.


Esta decisión, sin embargo, no parece clara aún a la luz de la morosidad en la tramitación de los asuntos formales del proceso (traducción de cuadernillos, etc) y del intento de separar el caso de la relación política con el Japón. Esta aparente ambivalencia ya es cuestionada por la opinión pública nacional.


Más aún cuando no resulta del todo explicable que, existiendo una orden internacional para la captura de Fujimori, las autoridades consulares en Tokio no hayan procedido a convocar a la Interpol para lograr la detención del personaje cuando ingresó, previo aviso, a territorio peruano (el Consulado lo es) o no hayan procedido a realizar esa tarea ellas mismas en última instancia.


Por lo demás, frente a la dilación japonesa tampoco resulta explicable el mantenimiento de relaciones diplomáticas al más alto nivel. Si además de los delitos imputados, Fujimori ha puesto en cuestión la representación nacional y la del Estado al someterse a la soberanía extranjera mientras aún ejercía la Presidencia de la República, es claro que el delito cometido es el más grave de todos. En tanto ello afecta la identidad nacional, el prestigio del Estado y su capacidad de interacción, el retiro de nuestro embajador en Tokio es una medida elemental que hace tiempo debió adoptarse. Ésta, sin embargo, ha sido resistida por el gobierno con el inviable propósito de desligar la relación con Japón de la protección que otorga a un ex Jefe de Estado que traicionó sus funciones.


Como es evidente, la inercia en este caso no puede proseguir si el Estado va defender adecuadamente el interés nacional. La propia dinámica de los hechos obliga a tomar decisiones más enérgicas para zanjar la cuestión. Y también porque la relación entre Fujimori y Japón erosiona grave y progresivamente la relación del Perú con esa potencia y, en consecuencia, determina negativamente la interacción con los demás países asiáticos.


En efecto, frente a la imposibilidad actual de mejorar la relación peruano-japonesa mientras dure este caso, el Perú no puede aprovechar como debiera su vinculación con una de las mayores potencias económicas y tiende, por tanto, a privilegia a otras (como la China) al tiempo que se entorpece una mejor interacción con los miembros asiáticos de la APEC sobre los que Japón tiene ascendencia. Si la cuenca del Pacífico tiene hoy una superior dimensión estratégica y el Perú es un Estado que está aún en proceso de lograr una adecuada inserción en ella, pues la dimensión política del problema que plantea Fujimori ciertamente trasciende a su persona. Estas serias limitaciones no las padecen nuestros vecinos.


En resumen, el Estado no puede seguir esperando que las circunstancias decidan lo que debiera ser inmediata opción propia: acudir a los tribunales para zanjar el caso y tomar acciones políticas, como el retiro de nuestro Embajador, en defensa del interés nacional e impedir luego que nuestra relación con el Asia mantenga el alto nivel de distorsión que hoy día ostenta.

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