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  • Alejandro Deustua

El Poder de Juan Pablo

8 de abril de 2005



Si la referencia al centro de poder suscita la noción de polaridad universal -y ésta se asocia hoy con Estados Unidos-, la referencia a la centralidad cultural se asocia con Occidente y con Europa. Sin embargo, a la luz de la extraordinaria capacidad congegrante de un líder como Juan Pablo II, el núcleo de poder religioso capaz de transformar conductas y sentimientos en el ámbito global, como es evidente, se asocia hoy con en Roma y radica en el Vaticano.


Las multitudes que ahora focalizan su atención en la Plaza de San Pedro y la concurrencia masiva de Jefes de Estado y de Gobierno de todos los continentes –incluyendo tres generaciones políticas norteamericanas- a las exequias del Papa polaco no lo hacen sólo por razones coyunturales gestadas por el poder mediático. La presencia de líderes tan disímiles y hasta de tradición confrontatoria -como en los casos de Israel, Siria e Irán o del Reino Unido y Zimbabwe- no es explicable sólo por un transtorno de la razón de Estado, el impacto de la psicología de masas o la vulgaridad de un “happening” político. Multitudes cosmpolitas y representaciones de naciones aliadas o en conflicto se han hecho presentes en la Basílica de San Pedro convocadas por el poder real de un líder global como Juan Pablo y su proyección moral cualquiera que sea la definición que desee otorgarse a la misma. Y el escenario de este poder no es el de la espada (ubicado quizás en Washington), ni el del foro (más propio de Nueva York y Ginebra), ni el de la cultura occidental (correspondiente a Europa), sino el de los orígenes de la civilización y de la religión crisitianas (Roma y el Vaticano). Su influencia universal y su trascendencia temporal (un par de milenios) está tan presente que la despectiva referencia de Stalin a la insignificancia del Papa y de sus “divisiones” parecen hoy tan ridículas como las defenstradas estatuas del dictador. Por lo demás, la dimensión política de la inmensa congregación que hoy contemplamos en Roma ciertamente trasciende el cambio de tono con que las cancillerías contemporáneas tratan a sus misiones en el Vaticano. Éste regido, hasta hace poco, por criterios que oscilaron entre la minucia diplomática, lo meramente protocolar y el escenario de destaque de amigos de los gobierno de turno, empieza a orientarse nuevamente por el interés nacional (allí esta él estaablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y el Vaticano bajo Juan Pablo para probarlo). Pero esa evidencia no da la talla para evaluar lo que ocurre hoy en Roma. Y tampoco el boato con que hoy se entierra a Juan Pablo. La inmensa congregación que allí se agrupa expresa la dimensión histórica de la influencia papal. Especialmente si ésta se mide por su extraordinaria contribución al cambio del sistema internacional, por su indentificación occidental –politicamente comprobable en la autoridad moral con que Juan Pablo contribuyó a fudamentar los valores políticos de la democracia, los derechos humanos y la economía libre (aunque no la neoliberal)- y por su vocación nacional -tan visiblemente desplegada en la refundación espiritual de Polonia y otros países de Europa Central y del Este. Si esa influencia no fue plenamente bienvenida por las formas que ésta adoptó dentro de la Iglesia, éste será asunto que la Iglesia deberá resolver en su seno pero no cuestión que disminuya la realidad de su capacidad de modificar la conducta ajena. Pero si ésa es la magnitud del poder desplegado por un Papa ¿cuál ha sido su naturaleza? Desde la perspectiva meramente religiosa se dirá que ésta se origina en lo divino y deriva en lo terrenal de manera oportunamente canalizada en una etapa histórica cuyo inicio se pretendió explicar –equivocadamente- por el “fin de las ideologías”. De allí la clara visibilidad del poder religioso que llenó ese vacío. La validez de esta argumentación sólo se explica si se privilegia los requerimientos de fe de la humanidad en un contexto en que parte de ella perdió el rumbo (y con él, su sistema de gobierno, como en el caso del comunismo) y otras afirmó su camino (el Occidente cristiano). Pero quizás esa explicación no satisfaga a los que se guían por la moral y la curiosidad por la condición humana antes que por la religión. Para ellos, la respuesta al interrogante sobre la naturaleza del actual poder vaticano puede ser aquélla que proviene de la práctica de la buena voluntad como política y de la convicción de que las gentes no emergen a un mundo regido por las reglas de la hostilidad natural. Si la buena voluntad practicada por Juan Pablo fue esencialmente antihobesiana, entonces fue esencialmente antibelicista y solidaria. La influencia de esa convicción en un escenario en que la guerra convencional decae mientras que los conflictos sociales se escalan sólo pudo traducirse en vocación de justicia y equidad haciendo de ella una bandera universal en la que unos se envolvieron por convicción y otros por conveniencia. Juan Pablo proyectó con decisión y eficacia esa influencia que probablemente él también entendió como la naturaleza de su poder. Pero si ello contribuye a explicar el poder universal de Juan Pablo, es necesario definir también la condición de su poder en Occidente. Si éste se orientó a promover los derechos humanos y la democracia, su clasificación política sólo puede ser la liberal. Y si además su poder se dirigió a ampliar el ámbito de ejercicio de esos valores entonces la función vaticana no se alejó mucho de las propuestas kantianas en torno a la paz perpetua. Sin embargo, si la organización social derivada de la aplicación de esos valores correspondían al individuo en torno de una colectividad a la que se entendió también como entidad singular con vida y responsabilidad propias, entonces el liberalismo de Juan Pablo no corresponde a la versión de la supremacía individual (como la de Popper). La relación entre los valores humanitarios y democráticos de Occidente y la colectividad que debe promoverlos con la autoridad del caso no era quizás equivalente, en la visión de Juan Pablo, a la exaltación del individuo al margen de toda construcción social organizada y con personalidad decisoria y planificadora. De allí que Juan Pablo tampoco fuera una adalid de la supremacía absoluta del individuo en el mercado ni considerara que éste fuera capaz de resolver todos los problemas. Su aproximación a la economía libre no fue la del neoliberalismo. Como en la política, el comportamiento en el mercado también respondía, en la visión vaticana, a ciertos valores entre los que los redistributivos tuvieron un lugar destacado. Aunque la exégesis del pensamiento de Juan Pablo debe obtenerse de una lectura detallada de sus encíclicas y documentos, estas consideraciones probablemente no se alejan de la noción de Occidente y del poder modulador que sobre él ejerció Juan Pablo. Finalmente la respuesta a la interrogante sobre la naturaleza del poder que nacionalmente ejerció el Papa polaco quizás pueda definirse en torno a la resistencia a la subyugación totalitaria y extranjera y a la convicción de que la religión católica, como factor de identidad nacional, no podía ser extirpada de su su patria por imposición ideológica. En la experiencia de Juan Pablo, la liberación nacional fue equivalente a la militancia católica y ésta a la resistencia como luego lo fue también para los inicios de la reconstrucción de Polonia. Si para Juan Pablo la calidad épica de los valores de la religión católica fundamentaron el ejercicio de su poder en la transformación de su país, quizás esa misma aproximación alumbró su percepción de la relación entre religión y reconstrucción nacional en países subyugados como los latinoamericanos. La prédica contra el hambre y la pobreza en consecuencia probablemente adquirieron en Juan Pablo una connotación de salvación nacional y no sólo de supervivencia individual y grupal. Esta perpectiva quizás dio forma a la naturaleza de su poder proyectado sobre nuestra región. Lamentablemente aquí no ha tenido el éxito esperado aún. Si Juan Pablo fue un hombre de fe también conoció la naturaleza de su influencia, su condicionamiento occidental y su dimensión universal y nacional. En consecuencia las multitudes y estadistas que hoy se congregan en Roma, aunque predominantemente llevados por el sentimiento, deben saber qué terreno pisan: pisan el territorio del centro de Occidente –el histórico y el contemporáneo- y se rigen hoy por un imenso poder religioso que debe ser adecuadamente reconocido.

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