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  • Alejandro Deustua

El Problema Geopolítico Del Movimiento Antiminero

La suspensión de un proyecto de inversión en un país en desarrollo no es siempre mala si ésta transita hacia un mejoramiento operativo socialmente legítimo, ambientalmente sustentable y económicamente rentable para la economía local y nacional.


De allí que la exigencia del movimiento antiminero cajamarquino de cancelar el proyecto Conga sea inadmisible en tanto, más allá de la frustración de una inversión de US$ 4800 millones, implica la imposición de un grupo social sobre la colectividad y el interés nacional definido por la economía social de mercado y la participación del sector privado en el desarrollo del país. El Acuerdo Nacional del 2002, en el marco de la consulta, da cuenta de las políticas respectivas. Pero el movimiento antiminero, tan beligerante en Cajamarca, muestra algo más. Su lado perverso no se restringe a la imposición de un tipo de actividad económica –la agropecuaria- en perjuicio de otra –la minera- cuando la economía nacional no ha logrado aún consolidar las etapas iniciales de un proceso de industrialización que permita superar el modelo primario-exportador.


En efecto, si bien más del 50% de los conflictos sociales del país tienen un componente ambiental, el hecho es que lo movimientos políticos ligados al ambientalismo parecen ser el oportuno escenario de reciclaje de grupos extremistas antiguos y el instrumento de nuevas organizaciones que se aproximan a la lucha por el poder por medios que escapan al ejercicio electoral. Así, el ropaje limpio del ambientalismo desea usarse en el Perú, como no es infrecuente en el resto de América del Sur, como mecanismo de lucha política eventualmente antistémica. En el ámbito estatal, ese tipo de movimiento ya se ha probado exuberantemente eficaz en Bolivia y Ecuador y peculiarmente pernicioso en la detonación de conflictos internacionales como en el caso argentino-uruguayo. Y en el ámbito global, el Foro de Sao Paulo ha devenido en su principal baluarte de recusación multilateral.


Si ese marco internacional (que no global) permite ubicar mejor al movimiento cajamarquino, su dimensión estratégica es discernible nacionalmente. Ésta es especialmente perniciosa porque complica la frontera norte del país en un proceso que se complementa con el intento del movimiento antiminero de controlar nuestra frontera sur.


Al respecto debe decirse que la demanda de las organizaciones puneñas por lograr la declaración de esa región del país como escenario “libre de minería” es un enjambre de múltiples influencias. Entre ellas destaca la que propaga el movimiento político que sustenta al gobierno boliviano con sus particularidades nativistas, autonómicas, cocaleras y pintoresca ideología antirepublicana. En ausencia de partidos políticos serios, frente a las precariedades del Estado en la cobertura del territorio nacional y la insuficiencia del mercado formal, el mencionado enjambre de factores ciertamente no puede presentarse como una emanación natural de una colectividad orientada por intereses únicos.


Lo que ocurre en el norte puede no tener las mismas características cromáticas que en el sur, pero sí similares componentes: la influencia del indigenismo ecuatoriano, la del narcotráfico colombiano y la precariedad de la economía agropecuaria de la zona son algunos de ellos.


Peor aún, la conexión entre las problemática antiminera del norte y del sur puede tener un eslabón campesino en el centro del país del que los gremios cocaleros no estarán ausentes.


Ello se traduce en un problema geopolítico mayor para el Perú: la realidad del vaciamiento de la sierra y la saturación de la costa. En el espacio progresivamente vacío del Ande peruano la actividad económica, como la minera y la agropecuaria, ha adquirido una dimensión estratégica fundamental para el arraigo de la población y la mitigación de la congestión urbana costeña cuya insustentabilidad se basa en una demografía desbordada y en la escasez de agua, entre otras características. El movimiento cajamarquino quisiera debilitar ese eslabón esencial para la estabilidad andina. La implicancia de este escenario en un contexto internacional marcado por la crisis sistémica es aún mayor. Si el Perú debe hoy cautelar su orden económico (y, si el optimismo de la CEPAL es asimilado, aprovechar la oportunidad para mejorar el fundamento de su inserción externa) reducir las vulnerabilidades es esencial. El movimiento cajamarquino hace exactamente lo contrario.


Dicho esto es necesario tener presente los excesos mineros en la sierra de los que La Oroya es el más indignante ejemplo. El Estado y las empresas están en la obligación de corregirlos. En ese marco hoy resulta indispensable que el diálogo y la autoridad del Estado logren lo que la tecnología contemporánea permite: la convivencia de la agricultura con la minería.


Para ello se requerirá obviamente la satisfacción, por la actividad minera, de las necesidades y requerimientos legítimos de los representantes de la actividad agropecuaria. En tanto esa disposición exista, será necesario superar los mecanismos del el canon y las regalías y considerar la participación de la población campesina en las utilidades y, quizás, en el accionariado de la empresa minera.


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