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Alejandro Deustua

G20 en Londres

La cumbre del G20 (Londres) se propone reorganizar un orden macroeconómico, financiero y comercial antes que fundar un nuevo sistema económico internacional. Si eso no está suficientemente claro, allí está para probarlo la desaprensiva participación de los Estados latinoamericanos que, sin pretensiones de mayor representación colectiva, concurren a la capital inglesa.


En efecto, Brasil, Argentina y México no sólo no han coordinado posiciones que no vayan más allá de convergencias elementales, sino que concurren sin grandes propuestas que permitan establecer los principios o normas de un nuevo régimen. Y lo hacen sin extralimitarse en el ejercicio de su rol dentro de un sistema en evolución. Es más, tal falta de iniciativa es convergente con el reconocimiento de la mayor influencia que el G20 confirma a los miembros que no pertenecen al G7. En ello son sensatos…de momento.


Al respecto el Presidente de Brasil ha sido claro en una entrevista a CNN. Como objetivo de largo plazo, Brasil desea no desea ahora otra cosa que consolidar formalmente su nueva influencia económica y su status como potencia emergente. Su desempeño en el G20 contribuirá a fortalecer su condición de aspirante a la membresía permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Esa vieja aspiración se logrará con mayor facilidad si la potencia suramericana gana voz y votos en el FMI (que será una de las pocas referencias institucionales a las que el G20 preste atención) y procura mejor cooperación eficiente en el Grupo. En lo que respecta a México y Argentina no se conoce mucho más.


Que se sepa, de otro lado, esos tres Estados no están muy preocupados por los débiles requerimientos de la ONU para que el G20 se someta a formas de multilateralismo menos ad hoc y de mayor control burocrático.


Ello muestra que la “nueva arquitectura” que vagamente se ha planteado en el G20 pretende, primordialmente, contribuir a resolver problemas globales de manera práctica. Ello requiere de cooperación. Y si la cooperación implica consolidar nuevas jerarquías de poder, pues entonces se procede. Pero el Grupo no desea entramparse en una farragosa reforma institucional y menos vincularla (aún) a la reforma del mayor organismo mundial.


Una vez reconocidos los nuevos status de poder, generadas las políticas necesarias para la recuperación (que, entre otras cosas, implica comprometer el 2% de los respectivos PBI nacionales para el sostenimiento de la demanda local y el estímulo global) y comprometidos los recursos para un “replenishment” de la banca multilateral, lo que queda es seguir bregando con la solución de la crisis sobre la base de la afirmación de principios liberales en el largo plazo: fortalecer el libre mercado, atenuar el proteccionismo legal y potenciar las instituciones del sistema financiero.

Si ello implica sugerir que los Estados Unidos deben nacionalizar la banca (por un tiempo) como lo ha hecho el Presidente Lula y reclamar mayor regulación financiera que lo que la primera potencia quisiera, ello no desentona con el general compromiso liberal que muchos keynesianos contemporáneos comparten. Finalmente, hasta el propio Adam Smith sostuvo que para que el comercio internacional pudiera funcionar adecuadamente, se requería despolitizar el mercado y asegurar su sustento en instituciones fuertes (que, casi por definición, sólo los Estados pueden establecer en el sector externo).


Esta afirmación traduce lo fragilidad de los análisis que pretenden encontrar un sisma ideológico entre “capitalismo anglo-americano” y el “capitalismo europeo” reflejado en las propuestas que sugieren mayor regulación y las que plantean menor intervención del Estado. En tanto ambos se sustentan en la premisa de mercados abiertos el “sisma” deriva más bien en una diferencia de grado (aunque, ciertamente, se basen en diferentes apreciaciones de equidad). Las propuestas nacionales que alberga el G20 tienen esa impronta.


Pero ésta no es una que Brasil, Argentina o México hayan sugerido de manera original. Para ellos, los tiempos de las ideología cepalina, de la “teoría de la dependencia” o de la “tercera vía” está tan terminadas como la falta de antisistémica iniciativa china en el G20. Ello estaría bien si no fuera por la prácticamente nula capacidad latinoamericana para atraer la atención sobre la aplicación de principios ya reconocidos en el antiguo Gatt (el tratamiento diferenciado de sustancia para los países en desarrollo que difiere del tratamiento diferenciado procesal que rige hoy), de mecanismos que disminuyan la volatilidad de los precios de los commodities (cuya referencia más radical se propuso en la década de los 70 en el marco del Nuevo Orden Económico Internacional) o de mejoramiento del acceso a los recursos (que consiste en reclamar una mayor preocupación de los organismos multilaterales cuando la orientación de los flujos de capital a los países en desarrollo se revierta, como ocurre hoy).


La ausencia de propuestas similares a las mencionadas reitera que, desde la perspectiva latinoamericana, el G20 atenderá preferentemente, como debe ocurrir en una primera instancia, las formas más rápidas de salir de la crisis. Pero también indica ausencia de disposición a replantear principios ya reconocidos de trato más equitativo que contribuyan a regimentar económicamente el nuevo sistema en formación. Ello debería cambiar en la próxima cumbre del G20.



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