13 de marzo de 2024
En el Caribe, en su momento considerado por Estados Unidos el “lago americano” y el escenario en que se produjo la más cercana aproximación a la guerra nuclear durante la Guerra Fría (Cuba), la comunidad internacional se esmera en que un estado no desaparezca. En medio de la total carencia de gobierno, la pérdida efectiva de control territorial y la completa desaplicación de la ley que consume a Haití, esa comunidad se niega a la cancelación de ese país como estado.
Agravando el escenario anárquico, el Primer Ministro Ariel Henry no sólo no pudo retornar a Puerto Príncipe para exhibir algún símbolo de precaria autoridad y preparar el arribo (hoy dudoso) de un millar de policías kenianos con la autorización de la ONU sino que éste ha debido adelantar su renuncia mientras se intenta formar un “gobierno de transición”. En este escenario bandas de delincuentes armados con sed de poder político controlan la mayor parte de la capital (80% según The Economist) y del territorio haitianos mientras la población padece extraordinarias violencia cotidiana y carencia de servicios y bienes de consumo elementales.
En general se sostiene que esta situación puede mitigarse (los integrantes de bandas, dicen, serían, en no poca medida, menores de edad que no ganan lo suficiente para impedir la escapada si la ley se aplica) para dar paso a la mencionada transición que conduzca a elecciones más o menos rápidas. Quizás ese optimismo sea excesivo.
Teniendo en cuenta la facilidad con que la delincuencia ha escapado de las cárceles, cercado la sede de gobierno, las principales instituciones, el aeropuerto internacional y comisarías varias, quizás se requiera de una fuerza mayor antes de que la población, desorganizada y amedrentada, pueda proporcionarse un nuevo gobernante que, además, corre el riesgo repetido de no concluir su término.
La gravedad de la situación y los antecedentes haitianos permiten ese pronóstico. Especialmente si la crisis actual parece reiterativa de una historia de rebelión violenta e inestabilidad política. Tanto que estas tendencias reemplazaron, como modus operandi, a la intervención armada norteamericana de 19 años (entre 1915 y 1934), a la dictadura de los Duvalier (29 años entre 1957 y 1986) y a las misiones de estabilización de la ONU establecidas en 2004.
En efecto, los años posteriores a los dos primeros episodios fueron regidos por gobernantes electos que no duraron en el cargo más de tres años (incluyendo a Jean Baptiste Aristide quien se hizo con la presidencia tres veces) con la excepción de René Preval -dos veces presidente- y Jovenel Moïse. El asesinato de este último en 2021 agravó la actual ola de violencia en las barbas del hoy renunciante Primer Ministro Ariel Henry.
De otro lado, no obstante la gravedad de los conflictos del siglo XIX (que, con diversas intensidades, ocurrieron también en la mayoría de los países latinoamericanos) y de su experiencia colonial y dictatorial en el siglo XX, Haití se inscribió normalmente en el sistema internacional. En efecto, ese estado fue parte fundadora del Tratado de Versalles de 1919, de la Carta de la ONU en 1945 y de la OEA en 1948. Los modos diplomáticos de la comunidad internacional facilitaron esa conducta distanciada de la realidad interna mientras los gobernantes haitianos esperaban, como ahora, que el sistema otorgara alguna estabilidad y prestigio. Pero las tendencias disolventes fueron siempre poderosas y la economía nacional extremadamente precaria mientras el sistema internacional no tenía, hasta el 2004, ni la capacidad ni el interés de proteger a Haití de su propia ingobernabilidad.
En efecto, sólo a partir de ese año la ONU tomó nota del peligro del desorden interno en Haití. En consecuencia estableció la Misión de Estabilización en ese país (MINUSTAH) para “restaurar” un ambiente de seguridad que nunca existió y preservar su soberanía, independencia, unidad e integridad territorial considerando que su situación era una amenaza a la paz y la seguridad internacionales (la operación se enmarcó en el Capítulo VII de la ONU). A la luz de los acontecimientos actuales, la MINUSTAH no parece haber tenido el éxito esperado.
A esa misión de mantenimiento de la paz, que contó con un componente civil y otro militar (“cascos azules”) asistidos por la OEA y el CARICOM, contribuyeron fuerzas ad hoc del Perú con el despliegue de 6239 efectivos hasta el 2017. Su loable esfuerzo, por buen tiempo liderado por Brasil en el terreno, concluyó cuando el Consejo de Seguridad decidió abrir una nueva fase estabilizadora con el apoyo de fuerzas policiales.
Teniendo en cuenta que el Consejo de Administración Fiduciaria de la ONU fue suspendido en 1994 (la ONU ya no administra territorios), el Consejo de Seguridad quizás debiera decidir el retorno de cascos azules para establecer la paz antes que mantenerla y concluir una misión cuyos objetivos no han sido logrados.
Especialmente cuando en el Caribe está generándose un vacío de poder al que contribuye no sólo la peligrosa inestabilidad que genera la crisis haitiana. A ella concurre también la fuerte ola de criminalidad que afecta a su vecino, la República Dominicana. Si bien la capacidad ordenadora del estado dominicano no está en discusión por ahora, la dimensión trasnacional del crimen organizado que golpea a Haití podría afectarla.
Y si Cuba pudiera parecer debilitada al punto de haber solicitado, por primera vez durante el régimen comunista, asistencia alimentaria a la ONU, el hecho es que aún es capaz de enviar mercenarios a Rusia y otro tipo de cooperantes a Venezuela.
Descontando una probable nueva ola de migraciones haitianas hacia Estados Unidos que ese país probablemente no absorberá o rechazará, la crisis tiene un potencial para esparcirse en el Caribe, norteamérica y en el norte suramericano.
Controlarla requerirá de fuerzas de establecimiento de la paz de la ONU con capacidad de coacción suficiente para que la cooperación entre el CARICOM, la OEA y Estados Unidos pueda ser efectiva en el establecimiento de un gobierno de transición haitiano que conduzca a otro electo. Y, en el más largo plazo, la cooperación económica indispensable para que fuerzas productivas se asienten Haití e intenten superar su dependencia de remesas y asistencialismo no debiera ser sólo complementaria en ese empeño.
Mientras tanto, países como el nuestro en donde se debilita el control territorial en el campo y la ciudad y la disfuncionalidad institucional no amaina suficientemente debieran prestar más atención a lo que ocurre en el Caribe cuando esta pérdida es total.
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