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  • Alejandro Deustua

Innovaciones de un Proceso Electoral

4 de mayo de 2005



Pocas veces –o quizás nunca- la elección del Secretario General de la OEA se ha realizado con tan intenso despliegue de poder diplomático. El hecho contrasta con la vocación consensual expresada por sus estados miembros y con la naturaleza congregante del cargo en discusión. Además de la dimensión periodísitica que hoy multiplica extraordinariamente la importancia de cualquier hecho político sin importar su naturaleza, la forma cómo se ha llevado la campaña electoral por la Secretaría General del organismo hemsiférico puede ser tentativamente explicada por varias innovaciones. La primera, está referida al proceso electoral en este organismo internacional que, en la perspectiva de muchos, ha dejado de ser un entendimiento entre Estados para transformarse en una contienda propia de foros multilaterales de mayor envergadura (la ONU, la OMC). El despliegue chileno del peso institucional de su Estado a favor de su candidato, que implicó la movilización internacional del Ejecutivo -el Presidente Lagos, nada menos- y del Legislativo -senadores y diputados que viajaron a Washington-, demostró que el interés en juego era, para ese país, extraordinario. En tanto éste no fue emparejado por aspiraciones o reivindicaciones de similar intensidad por otros Estados -salvo el caso peruano y boliviano- la resistencia colectiva a ese interés fue menor. De allí que el retiro de la candidatura del señor Derbez no haya sido compensada ni haya merecido reciprocidad como lo esperaba el canciller mexicano. Al respecto se puede plantear que si el juego de poder en la OEA va adquirir la intensidad de otros foros, quizás podría pensarse en mejorar el reglamento del organismo con el propósito de que los postulantes emerjan, preferiblemente, de acuerdo a sus propios méritos y, en todo caso, que no despierten el antagonismo de ningún país. El segundo hecho novedoso es que la campaña envolvió intesamente el prestigio y el status de los países más interesados –incluidos Perú y Bolivia, además de México, Chile, El Salvador, Nicaragua, Paraguay o Panamá- de manera equivalente a la aparente falta de interés de otros (Estados Unidos). Ello generó un serio desbalance en la contienda. Desde los alineamientos iniciales -percibidos como stock político por los respectivos candidatos nacionales- hasta la incapacidad norteamericana de ejercer suficiente influencia en respaldo del candidato de su preferencia -primero el señor Flores, luego el señor Derbez-, mostró la intensidad de una contienda ausente de equilibrio. El problema se agravó en tanto la creciente aspiración de poder de ciertos Estados (Chile) contrastó con la desatención –o la inhabilidad- de otros (Estados Unidos). Si el incremento de la intensidad de la contienda de poder en el foro interamericano reporta la emergencia de nuevos nacionalismos que se satsifacen en él, ese fenómenos se presenta de manera dispar en tanto otros Estados no consideran relevantes el tema. El fenómeno nacionalista se muestra en los reclamos de “victoria” de unos (obviamente Chile) y “derrota” de otros (México, Perú y Bolivia). Y hasta Estados Unidos consideró necesario adjudicarse una intervención decisiva en la generación de consenso por el señor Insulza como una “victoria”. La frustración del nacionalismo hegemónico norteamericano mostrado en este caso específico reclamó como compensación la necesidad de que se reconociera un triunfo inexistente. La emergencia de los nacionalismos en el foro mutliateral hesmisférico contrasta, sin embargo, con la percepción más o menos compartida de la existencia de un especie de “orden interno” interamericano evidenciada en la forma cómo se desempeñó la campaña electoral (discursos propagandísticos, numerosos viajes de candidatos, promesas ad hoc y propuestas orgánicas equivalentes a planes de gobierno). Ello quedó de manifiesto cuando las autoridades de la OEA calificaron la primera fase de la contienda (los cinco empates) com un verdadero “ejercicio democrático”. Como se sabe, la democracia es impropia del orden externo y en consecuencia, a pesar de la transnacionalización de ciertos principios, la percepción de un“orden interno” interamericano no corresponde exactamente con la realidad aún interestatal del hemisferio (salvo por la aplicación de los principios y regímenes básicos). Pero al margen de esta consideración, para compensar la emergencia de nacionalismos y aspiraciones de poder a ser resueltos en el foro interamericano será necesario considerar que las próximas candidaturas respeten más estrictamente criterios de representatividad regional rotativa. Alternativamente a esa propuesta podría considerarse la fómula europea para la toma de decisiones: una doble mayoría que reporte importancia demográfica a la par que presencia nacional aliviaría el juego de poder en el que los países chicos tienen una extraordinaria influencia y tienden por tanto, a ser instrumentalizados por los mayores para ganar votos singulares. El tercer hecho novedoso mostrado por esta contienda ha sido la importancia generalmente asignada al cargo de mayor responsabilidad administrativa del hemisferio americano. Si esa preocupación va más allá del acontecimiento electoral, deberíamos estar frente a la renovación de la significación política del organismo regional más antiguo del mundo. Ello, sin embargo, dependerá menos de la estridencia del conflicto de intereses en ese foro que de la disposición de los Estados a consolidar los regímenes nuevos (entre los que destaca la hoy inoperativa Carta Democrática cuya construcción demoró toda la década pasada), la reforma de los regímenes originales (p.e. el TIAR, tan irresponsablemente olvidado) y el efectivo ejercicio de roles tan reclamados como inoperativos (p.e. la participación de la OEA en las tareas de desarrollo). La legitimidad del organismo depende mucho más de ello que del espectáculo electoral que unos han disfrutado más que otros. En lo que respecta al Perú, esa contienda ha puesto en evidencia otras innovaciones. Entre ellas destacan el imprudente relajamiento del proceso de toma de decisiones en nuestra política exterior y la indisposición de sus reponsables a ser consecuentes con sus propios postulados cuando el escenario no es el más fasvorable. En el primer caso, la pédida de perfil del Canciller en el manejo del problema con Chile (además de la complicacaciones derivadas del adelantado planteamiento sobre la necesidad de un conenso regional) terminó afectando la aspiración peruana en la OEA. En efecto, la constante intromisión del Primer Ministro en estos asuntos cuando no estaba encargado de la Cartera, la incorporación paritaria del Ministerio de Defensa en los asuntos diplomáticos (el Comunicado que de Relaciones Exteriores que anuncia la nota de protesta a Chile) y la actitud irresponsable y provocativa de la presidencia de la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso (que exhibió impunemente documentación reservada) son innovaciones perversas en nuestra política exterior. Éstas, además de contribuir a escalar el problema con Chile por la presunta venta de armas al Ecuador en 1995, ayudaron a generar un clima irracional en el trato de la elección de un candidato chileno a la Secretario General de la OEA ya complicado por el impacto público del mal comportamiento de una empresa chilena en el Perú (Lan). La segunda novedad local corresponde a la emergencia de problemas de percepción que indujeron a la negación por nuestras autoridades de su propia propuesta –el consenso interamericano para designar a la autoridad ejecutiva de la OEA- al tiempo que permitieron llevar a una situación de crisis una relación de por sí complicada como la peruano-chilena. Si la innovación es parte del progreso ésta es, por cierto, bienvenida. Pero aquélla que puede inhibirlo -como la emergencia de nacionalismos confrontatorios, nuevas aspiraciones de poder y alteración irresponsable de procesos de toma de decisión internos-, deben ser controladas o corregidas a tiempo.

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