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  • Alejandro Deustua

Irak: El Cuarto Año

Al cumplirse el cuarto año de la guerra de Irak el pesimismo sobre su desarrollo puede explicarse menos por el cuestionamiento de la realidad de la amenaza que la motivó que por la confusa y progresiva redefinición de objetivos que sustentaran la noción de victoria.


Iniciada con el propósito de prevenir el desarrollo de armas de destrucción masiva por el régimen iraquí y la proliferación consecuente (objetivo logrado si no fuera por su descalificación como pretexto), la guerra se orientó después al derrocamiento de Hussein (el cuestionado "cambio de régimen"), al combate del terrorismo global y a la prevención de una "guerra civil" en Irak. Luego de otras confusiones, se proyecta hoy apenas al control de Bagdad (según el discurso del presidente Bush del 19 de marzo) para permitir que las fuerzas iraquíes se hagan cargo del orden interno con alguna posibilidad de sustentación.


Esa evolución hacia el minimalismo ha sido producto de la incapacidad norteamericana (y de los aliados) de establecer convincentemente la derrota del régimen iraquí (lograda efectivamente a no a poco costo) y de diferenciarla de la fase de reconstrucción política y económica del país. Y también ha sido proporcional a la tragedia de la guerra (la duración, el costo en vidas y la metodología terrorista del adversario) y a la confusión sobre la naturaleza del conflicto como producto de las diversas aproximaciones al mismo y no sólo de la calidad asimétrica de los participantes.


El serio cuestionamiento de la conducción política de la guerra se ha sumado así a la crítica a la conducción militar (especialmente por la extraordinaria subestimación de la cantidad de tropas requeridas inicialmente) y a los gruesos errores de inteligencia en el diagnóstico de los escenarios prebélico y en curso cometidos por los norteamericanos (pero también del resto de miembros del Consejo de Seguridad y de la OEIA). Estos hechos, además, han ocultado la seria responsabilidad de la comunidad internacional en el incumplimiento de los compromisos de seguridad colectiva asumidos bajo mandato de la ONU para asistir al establecimiento del orden en Irak.


De allí que el pesimismo en la evaluación general del desarrollo del conflicto no sólo supere al optimismo (sólo el 30% de la opinión norteamericana que cree con el presidente Bush que la guerra "puede ser ganada") sino que el pesimismo sea hoy también correlativo al mayor compromiso de tropas y de recursos en tanto éstos no pueden asegurar, cuatro años después, resultados más o menos ciertos. Ello explica la emergencia cada vez más intensa (aunque influenciada por el proceso electoral norteamericano) de iniciativas para fijar un punto final (la retirada) que pone en cuestión la necesidad de un éxito militar y político en Irak fundamental para todos.


En cambio, en tanto los objetivos políticos iniciales de la guerra (la construcción de un Irak democrático, unificado, aliado en la lucha contra el terrorismo y promotor del cambio de orden en el Medio Oriente) se han mantenido de manera más consistente, ciertos resultados diplomáticos (como los precarios contactos palestino-israelíes, la aproximación del débil gobierno iraquí a Siria e Irán y la participación norteamericana en ese proceso) tienden a ser percibidos como evoluciones positivas bajo las actuales circunstancias.


Al revés que en el ámbito militar, la constancia en la definición de objetivos políticos refuerza en este caso el respaldo público a la acción diplomática aún dentro de su precariedad. Ciertamente esa aprobación se fundamenta en la dimensión civilizada que la negociación proyecta en contraste con la tragedia de la guerra. Por ello, este acápite de la solución del conflicto debe ser hoy intensificado (como debió serlo desde un principio si se considera que la diplomacia es también un instrumento de poder).


Sin embargo, de momento ello no oculta la sensación general de derrota norteamericana y de la "Coalición". En tanto ésta corresponde más al nivel de violencia alcanzado que al potencial de los desarrollos político y a las posibilidades de éxito relativo aún presentes, ésta sensación debe ser corregida por los hechos en el terreno.


El objetivo aquí debe ser claro: ahora no sólo la cohesión de Irak está en juego sino las consecuencias políticas de la derrota efectiva. Si ella ocurre éstas serían desastrosas para Occidente tanto por la pérdida de influencia global como por la probable fragmentación del núcleo liberal que define esta civilización. De allí que Estados Unidos y la Coalición deben poder satisfacer un requerimiento estratégico vital: estabilizar el área principal de conflicto con el propósito de que éste no se desborde a todo Irak y al resto del Medio Oriente generando un impacto global mayor. Asumimos que sobre este diagnóstico hay consenso público al margen de que haya sido el presidente Bush quien lo haya articulado.


De allí que la anticipación de una derrota definitiva, además de errada, sea contraproducente. Especialmente si se otorga ya la victoria al enemigo como si se tratara de un caso de default.


Este es el caso de ciertos influyentes medios académicos norteamericanos que otorgan ya la victoria a Irán, Siria y Al Qaeda. Sobre el particular diremos que cualquier victoria parcial sobre Irak habría implicado, inercialmente, un incremento de la capacidad e influencia iraní y siria en el área mientras que la naturaleza internacionalista de Al Qaeda habría estimulado su acción terrorista en otras partes del mundo. Esa influencia inercial sólo podría haber sido cortada radicalmente por una victoria aplastante y definitiva. El hecho de que hoy esa influencia inercial continúe siendo atajada demuestra que no estamos frente a un caso de derrota. .


Por tanto, el problema a evaluar no es la victoria de Irán o Siria sino cuánto se ha contenido la influencia y capacidad de esas potencias (descontando a Al Qaeda) como consecuencia de la ausencia de éxito definitivo de fuerzas occidentales en el área y cuánto se puede reducir aún la influencia de esas potencias con el reordenamiento del poder en Irak. El hecho de que esa influencia continúa siendo disminuida por la presencia de tropas de la Coalición y que éstas pueden reducirla todavía más si logran establecer un orden interno en Irak que permita a los iraquíes sustentarlo deber ser el objetivo a buscar teniendo la certeza de que éste realizable.


Esta dinámica de balance de poder es aún fluída y, por tanto, es influenciable. Para que ello ocurra en beneficio de los Estados moderados del área y de Occidente, una presencia aliada poderosa e influyente es imprescindible hoy y por un buen tiempo más en Irak.


Sin embargo, en tanto esa dinámica cuestiona hoy el poder ordenador norteamericano, es evidente que las consecuencias de la ausencia de éxito definitivo de la única superpotencia tienen también una dimensión estructural y otra interactiva de dimensión global.


En efecto, el desgaste del poder militar, diplomático y económico norteamericano, la erosión de su prestigio (el nacional, el operativo y el de inteligencia) y la fuerte pérdida de cohesión interna en los Estados Unidos ha facilitado la adquisición de poder de otras potencias en los último cuatro años. Ello puede haber contribuido a una aceleración del proceso de redistribución de capacidades en la estructura del sistema internacional.


Esta nueva situación ha retroalimentado la capacidad de desafío de medianas potencias (p.e. Rusia, China, India) y de pequeñas potencias (p.e, Irán, Corea del Norte, Venezuela) incrementando su capacidad de hacerlo con resultados.


A su vez, los mecanismos de seguridad colectiva amplios (la ONU) y restringidos (la OTAN) han mostrado sus grandes debilidades en esta guerra. Si éstas se han agudizado o no es un hecho que otro escenario, como el afgano (no el iraquí), puede contribuir a clarificar.


Por lo demás, es evidente que esa erosión ha sido un factor contribuyente a la pérdida de eficacia y de legitimidad del ámbito multilateral como mecanismo o escenario de solución de controversias que alteran la paz y estabilidad internacionales. Si ello ha tenido un impacto en el incremento del unilateralismo y del bilateralismo, es evidente que el rol del Estado y del interés nacional se ha fortalecido en el Medio Oriente y en el resto de los Estados comprometidos a costa de los regímenes de seguridad colectiva.


El efecto positivo de esta consecuencia es la mayor conciencia de los Estados comprometidos (incluidos los antisistémicos como Irán, Siria y, en otra esfera geográfica, Corea del Norte) de la necesidad de negociar a través de la diplomacia tradicional soluciones a los problemas que esos Estados han creado. Esta dinámica, con su conocida complejidad y ambivalencia, involucra también al núcleo central del conflicto regional del Medio Oriente: el palestino-israelí.


La consecuencia paradigmática de este resultado es que, como producto del conflicto, se puede advertir el retorno de los paradigmas clásicos en el comportamiento de los Estados (especialmente los que se encuentran en áreas de contienda) compensando la incidencia prioritaria que las amenazas globales (y sus referencias transnacionales y de interdependencia) han tenido en las agendas nacionales.


De otro lado, es evidente que si el terrorismo se ha incrementado en el escenario (los blancos terroristas en Irak han sido muchísimo más civiles que militares), también es cierto que no han ocurrido incidentes terroristas mayores en Estados Unidos ni en Europa luego de los atentados en Nueva York, Madrid y Londres. Si éste es un éxito parcial de la presión norteamericana y aliada sobre las organizaciones terroristas también es verdad que la amenaza global se mantiene. Ésta, sin embargo, ha producido niveles inéditos de cooperación internacional contra esa amenaza.


Similar ambivalencia puede observarse en el campo de las armas de destrucción masiva. Si un resultado de la guerra es la clarificación de que Irak no posee esas armas (acabando con la incertidumbre real y colectiva que motivó el conflicto) y que no las poseerá, otro es la mayor decisión de potencias como Irán por obtenerlas. Este resultado ciertamente relaja el régimen de no proliferación. Y sin embargo, el esfuerzo colectivo para contener ese relajamiento se ha incrementado (p.e. la presión de la ONU, de la OIEA y de la Unión Europea sobre Irán o la reactivación de las negociaciones del G6 con Corea del Norte).


Y en lo que hace a la América latina, puede decirse que la guerra en Irak ha generado intensa fragmentación en el área. Ella ha ido más allá de la división convencional entre gobiernos alineados en este conflicto con Estados Unidos (ciertos centroamericanos y Colombia), los moderadamente opositores (Chile y Perú con diversos matices) y los abiertamente críticos (Brasil y Argentina). En efecto, la guerra ha facilitado que gobiernos como el venezolano y el cubano desempeñen un nuevo rol fragmentador en Latinoamérica y, en el caso de Venezuela, ha agilizado la disposición de su gobernante a atraer a la región el conflicto del Medio Oriente (la asociación venezolano-iraní es el más claro ejemplo de ello).


Con consecuencia de ello el cuestionable pero generalizado entendimiento geopolítico de que Suramérica disponía de una ventaja estratégica derivada de su lejanía de principales centros de conflicto ha quedado, ahora sí, descartado. Ello no sólo es bueno por que siempre fue relativamente falso sino porque obligará a los países de la región a preocuparse más comprometidamente por acontecimiento que ocurren fuera del área.


Y en lo que hace a la relación general de la región con Estados Unidos, el impacto de la guerra quizás se traduzca en una mejor visibilidad de la relación interamericana. Si América Latina tiene normalmente una baja prioridad en la política exterior norteamericana, esa prioridad tiende a incrementarse en tiempos de crisis cuando la región forma parte de la disputa. Si ésta es la situación en que nos encontramos hoy, la pregunta es de qué naturaleza y dimensión será esa prioridad y si ésta favorecerá más a los Estados contestatarios (como Venezuela o Cuba) o a los socios (como Colombia, Perú o Chile).


En todo caso los países de la región deberían estudiar mejor el cambio del contexto a propósito de la guerra en Irak. Quizás entonces se muestren menos reacios a acercarse a Estados Unidos en tiempos de conflicto por razones de principio y de interés fundamentales. Y también a solicitar a Estados Unidos seguridad más precisa e información certera sobre sus razones para ir a la guerra.



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