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  • Alejandro Deustua

Irak: El tercer aniversario de la guerra

20 de marzo de 2006



Con un decreciente apoyo de opinión pública, fricciones interinstitucionales en el aparato de seguridad norteamericano, intensificación de la crítica a la conducción de la guerra, alianzas debilitadas en el terreno, emergencia de nuevos frentes (estratégicos y diplomáticos), indisposición para fortalecer el mandato de la ONU de combatir la provocación terrorista y la eventualidad de una guerra civil instalada en la agenda política transcurre el tercer aniversario de la invasión de Irak. Plantear, en este escenario, una perspectiva optimista de la marcha de la guerra no sólo no es sensato sino políticamente incorrecto.


Sin embargo, la realidad paralela a esta “tendencia de pérdida” muestra que el proceso formal de reconstrucción política en Irak se ha llevado a efecto (dos elecciones, adopción de una constitución y organización de un parlamento en un año), que se ha eliminado toda posibilidad de adquisición de armas de destrucción masiva en ese país, que el incentivo democratizador se ha incrementado en el Gran Medio Oriente (incluyendo a Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Jordania y, eventualmente, a Egipto) y que no hay posibilidad, de momento, de que una tiranía se haga con el poder en esa zona del mundo.


Estando en lo inicios de una guerra de largo plazo contra el terrorismo (especialmente el inspirado por el fundamentalismo islámico) y avanzados en la ampliación del círculo democrático del sistema de la post-Guerra Fría, estas realidades circunstanciales permiten al Presidente Bush anunciar tres cosas: que se está progresando en el esfuerzo bélico y en el estratégico (la ampliación del círculo liberal), que la medida del avance está permeada por percepciones exageradamente pesimistas de los medios y que Estados Unidos no se retirará del escenario hasta cumplir la tarea. El problema es que en esta contienda de percepciones –que indica que la guerra psicológica también tiene un escenario en los Estados Unidos- los éxitos señalados tienen todos un lado negativo: en Irak la democracia ha llevado al poder a una mayoría teocrática (probablemente, pro iraní), las ambiciones territoriales de las sectas suníes, kurdas y chiíes cuestionan la unidad nacional dispuesta por la Constitución legítimamente adoptada, el rol creciente de las fuerzas iraquíes es ensombrecido por el escalamiento cualitativo del terrorismo (que ahora privilegia objetivos religiosos), entre otros desarrollos. Mientras tanto, la presencia norteamericana en la vieja Mesopotamia no ha impedido que un viejo enemigo –la teocracia iraní- insista en la ambición de disponer del arma nuclear abriendo un frente contra el conjunto de Occidente y generando mayor desequilibrio de poder. Y tampoco que el aprovechamiento de las formalidades democráticas en Palestina haya llevado al gobierno a una organización terrorista (el Hamas) sin mayor impedimento, desestabilizando adicionalmente el centro estratégico del gran conflicto mesoriental (y arriesgando, por tanto, el gran objetivo estratégico norteamericano: la ampliación real y autóctona del sistema democrático y de libre mercado en esa parte del mundo).

Por lo tanto, lo sensato en esta realidad compleja es la adhesión al pronóstico pesimista. Salvo que se considere la dimensión específica de cada avance en este escenario (que, en efecto, reiteramos, los ha habido y en gran escala). Sin embargo, para que lo segundo ocurra con mayor evidencia y sustancia son necesarias por lo menos tres acciones desde el punto de vista del observador externo. Primero: es indispensable incrementar el gasto y la calidad de su ejecución en la reconstrucción económica de Irak. El argumento sin término de que primero es necesario consolidar un clima de seguridad debe flexibilizarse. Si la protección de las acciones de desarrollo que se reflejarán en una mejora del bienestar iraquí es fundamental, entonces aquél debe incrementarse. Y la comunidad internacional debe aumentar antes disminuir (como parece suceder) su participación física y financiera en el esfuerzo. Segundo, la impresión de que el mando político en Washington sobrepasa sistemáticamente las disposiciones tácticas en el terreno debe corregirse rectificando el proceso de toma de decisiones. Especialmente si oficiales retirados de la fuerza armada y de los servicios de inteligencia reportan, cada vez con mayor frecuencia, la inobservancia por el Departamento de Defensa de los requerimientos tácticos de la fuerza (en beneficio de una aproximación excesivamente “tecnológica”) y del mal uso de la inteligencia por estas mismas autoridades (que tienden, según esos reportes, a acomodar la información y el análisis a predeterminaciones políticas). Tercero, es indispensable que el Consejo de Seguridad de la ONU se preocupe por reforzar la ejecución de sus propias decisiones en la materia (en este caso, el encargo a los aliados en el terreno de contribuir a establecer el orden en Irak y de sentar las bases de su reconstrucción). El argumento de que no hay consenso para proceder en ese sentido debilita al Consejo y sobrestima la capacidad norteamericana de ocuparse de una misión que Estados Unidos entiende, mal, como propia. Estas medidas pueden ser impopulares pero son imprescindibles si el orden va establecerse (aún bajo estándares mesorientales) en esa parte del mundo, si se desea que el Medio Oriente deje de ser la sistemática fuente de inestabilidad global que es y si la comunidad internacional y Occidente, afectados tanto por el curso de los acontecimientos como por un creciente antinorteamericanismo, no desean cosechar mayores fracturas sistémicas en el futuro mediato.


Por lo demás, estas medias deben adoptarse teniendo en cuenta que la recompensa por el éxito de los aliados en Irak no será sólo norteamericana: los socios de los Estados Unidos, el conjunto de Occidente y los países árabes involucrados en el área se beneficiarán efectivamente de la estabilidad que se logre y de la ampliación del escenario de cooperación que se instale en un ámbito en el que, hasta hoy, cultiva la cultura del conflicto.

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