Cuando en Europa se festeja el 25º aniversario de la caída del Muro de Berlín, Occidente celebra también el fin de la Guerra Fría.
Si, al margen de su cronología, ésta se identificó con la existencia de la “cortina de hierro” (metáfora empleada por Churchill cuando promovía una mayor participación norteamericana en la Europa de la post-guerra) ésta, transformada en Muro en 1961, se derrumbó en 1989. Concluida en la práctica la división de Alemania y de Europa, la Guerra Fría (que fue una realidad global), se esfumó después de que los movimientos de protesta en Hungría, Checoeslovaquia y Polonia debilitaran sustantivamente la zona de influencia soviética y antes de que su principal detonante, la implosión soviética, se concretara en 1991.
Sí, Occidente había ganado la Guerra Fría. Pero la dimensión sistémica de esa realidad auguraba algo más que el fin del conflicto Este-Oeste: la expansión de los valores, alianzas y mercados de occidentales deberían convivir con la emergencia de nuevos conflictos hasta ese momento subyugados por la prevalencia del viejo régimen.
Aunque no todos lo vieron así (el “fin de la historia” dejó de ser el título del libro de Fukuyama para convertirse en la versión sublimada de la victoria), la nueva era de globalización reforzaba económica y políticamente la imagen de un solo mundo con una sola superpotencia en el centro. Sin embargo, como hoy sabemos, la proclamada unipolaridad devino en pocos años en el “momento unipolar” que, desalentando por la incapacidad hegemónica norteamericana, anunciaba el advenimiento de un nuevo orden.
Como muestra concreta de los primeros momentos de esa realidad emergente, Alemania procedió a una reunificación compleja: el proceso “2+4 (+1)” que convocó a los representantes de la República Federal, la República Democrática, a las cuatro potencias que ocuparon Alemania a partir de 1945 (que resolvieron la cuestión de fondo) y a Polonia (con la que se resolvió una controversia de límites) fue seguido por una proceso electoral en la República Democrática y la suscripción del tratado de reunificación –en realidad la absorción de la República Democrática por la República Federal- que entró en vigencia el 3 de octubre de 1990.
Por primera vez en la historia, un cambio geopolítico sustancial seguido de una fundamental alteración del sistema internacional ocurría en el centro de Europa sin que se disparase un tiro. La sorprendente evolución, sin embargo, no estuvo exenta de fricción.
En efecto, si bajo estas extraordinarias circunstancias la Unión Europea y la OTAN se expandieron hacia el Este incorporando a los Estados de la ex -órbita soviética al compás del entusiasmo incondicional de los beneficiados y el temor ruso, la suspicacia que despertaba la nueva dimensión alemana fue generalizada. Ella fue intensa especialmente en Francia que entendió que el coliderazgo de la UE ejercido con la República Federal afrontaba un serio riesgo. La solución consistió, como ha ocurrido con cada crisis europea desde entonces, en la profundización de la integración expresada, esa vez, en unión monetaria.
Como una solución económica a una nueva realidad geopolítica de carácter fundamental no es mecanismo de contención suficiente de los efectos de esta última, el sacrificio del marco alemán por el euro comunitario no impidió que Alemania adquiriera, mucho antes del aniversario del cuarto de siglo de la caída del Muro, la primacía económica y política en Europa.
El costo para la República Federal no se ha expresado sólo en el inmenso gasto que ha implicado la absorción de Alemania del Este (US$ 2 trillones aproximadamente hasta hace cinco años según Reuters) ni en las divisiones remanentes en capacidades, calidad de vida y prejuicios sociales entre la Alemania occidental y oriental, sino también en la incapacidad de prevenir y gestionar la crisis del euro a cuya subsistencia Europa ha sacrificado una generación.
Por lo demás, si Alemania es el actor europeo predominante en Europa Central y del Este, la incorporación de los Estados de esas subregiones a la Unión Europea no ha igualado las condiciones entre ellos. Si bien la liberalización económica se produjo allí con prontitud, las reformas estructurales han demorado más según el FMI.
Sin embargo, los que lograron estas reformas de manera rápida y eficientemente (Europa Central) han tenido más éxito que sus vecinos del sur. La crisis económica del 2008 ha profundizado las disparidades consecuentes.
Por lo demás, la nueva centralidad alemana no se ha reflejado en un liderazgo durante la crisis que no sea el de exigir austeridad extrema y denegar políticas de flexibilidad monetaria y fiscal en total contraste con la reacción rápida de los Estados Unidos a la crisis y a pesar de aquella potencia fue tolerante, como las demás, con la violación del pacto de estabilidad y crecimiento de 1997 que estableció la obligación de corregir “déficits fiscales excesivos” (aquellos que superasen el 3% del PBI).
Por lo demás, aunque la política exterior alemana ha ido progresando en ámbito y dinámica, ésta se sigue ejerciendo con una prudencia limitante sujeta a un par de factores: consensos internos difíciles de lograr (aún en temas vinculados a la participación en fuerza de establecimiento de la paz que eventualmente ha requerido la anuencia del Tribunal Constitucional alemán) y a los constreñimientos más expectaticios que reales de la política exterior europea.
En esta materia las conversaciones sobre la capacidad nuclear de Irán (donde Alemania participa junto con los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad), el problema árabe-israelí y los desafíos que plantea el ISIL ofrecen a Alemania los desafíos que calificarán su real status de potencia. En su nivel superior, éstos no se expresan aún en América Latina.
Mientras tanto, los Estados liberales de América Latina celebramos, como particulares detentadores de valores occidentales, la caída del Muro, la reunificación alemana y el fin de la Guerra Fría. Y sobre esas bases buscamos mejorar nuestra inserción internacional.
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