La crisis económica ha tenido notorios impactos de seguridad en un gran número de Estados. Su dimensión se ha expresado en recortes presupuestales especialmente en los países desarrollados (incluida la primera potencia y sus aliados) y, en mucho menor dimensión, en algunas potencias emergentes.
En ese marco, la cuestión principal hoy es evitar que la crisis económica devenga en una crisis de seguridad cuando se acelera el cambio del sistema internacional, se incrementa la conflictividad global, se transforman sustancialmente la geopolítica de escenarios regionales principales (Asia y el Medio Oriente) y se densifica la complejidad de amenazas y desafíos. Así lo ha planteado el Secretario General de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, en la Conferencia de Seguridad de Munich.
Ese planteamiento, cuya vertiente clásica se remonta a las preocupaciones de Adam Smith que muchos liberales prefieren ignorar, bien podría corresponder también a algunos países en desarrollo que deben retirar los mecanismos de estímulo económico introducidos para controlar la crisis al tiempo que realizan ajustes monetarios y fiscales para restablecer los equilibrios pre-existentes.
Pero, en lo que concierne a las potencias mayores (especialmente a Europa) lo que preocupa al Sr. Rasmussen es el riesgo de que la Alianza Atlántica, la mayor y más exitosa organización de seguridad colectiva desde el fin de la Segunda Guerra mundial, termine concretando en insolvencia estratégica los síntomas de fragmentación, de división interna y de resignación eventual de su influencia debido a la falta de inversión en capacidades.
Hoy ese riesgo se ha incrementado por la indisposición del pilar europeo de la Alianza a gastar lo necesario para afrontar los desafíos convencionales y no convencionales en un contexto en que Estados Unidos, habiendo reducido el presupuesto del Pentágono en US$ 76 mil millones, supera de lejos como contribuyente atlántico al declinante compromiso europeo con la OTAN cuyo presupuesto ya se ha reducido en US$ 45 mil millones. El proceso de ablandamiento europeo ha permitido que la participación norteamericana en el gasto total de la Alianza Atlántica haya pasado de 50% en el 2000 a 75% según el Sr. Rasmussen.
Si, como producto de ello, la OTAN -y Europa- cayeran en la irrelevancia estratégica, el fundamento de seguridad de Occidente se habría derrumbado agravando sustancialmente la erosión de otros acuerdos de seguridad colectiva (como el TIAR en el sistema interamericano). La consecuencia de ello sería estructural: un componente esencial del centro de gravedad de la estabilidad global colapsaría, las tendencias a la fragmentación sistémica se incrementarían y la credibilidad occidental en el mundo quedaría librada al esfuerzo singular de cada uno de sus miembros. De allí a la aparición de una nueva fractura en Europa sin que Estados Unidos pudiera cubrir por sí mismo ese pasivo estratégico hay un paso. Esto no lo dice exactamente así el Sr. Rasmussen pero lo implica.
Como consecuencia, las organizaciones de seguridad colectiva globales (la ONU) y regionales (el deteriorado sistema interamericano) perderían el techo de seguridad que brinda el principal soporte operativo de seguridad regimental del sistema, la influencia militar de las potencias de Asia y Eurasia se proyectaría sin resistencia y la tendencia al conflicto se incrementaría notablemente. En ese escenario los intereses nacionales desligados de los principios que organizan la comunidad occidental podrían diluir, además, la dimensión global de estos últimos.
Para que ello ocurra no es necesario desarmar a la OTAN o asistir al patético espectáculo de la sustancial degradación de sus capacidades. A esos efectos bastaría aceptar la autodestructiva propuesta que pretende que, a la luz de los requerimientos de ajuste de la crisis económica, Europa se especialice en las labores menudas de gestión de crisis políticas y de asistencia al desarrollo mientras que deja que Estados Unidos se encargue de la protección militar. Esta derrotista división del trabajo entre las actividades de “soft power” y “hard power” (un lenguaje que, como en el Derecho, en algún momento debe ser corregido) es maligna para la OTAN. Y su Secretario General así lo reconoce de cara al incremento de la complejidad en los escenarios de seguridad: a los desafíos sistémicos derivados del incremento del poder militar de ciertas potencias emergentes (China ha triplicado su gasto en la última década e India lo ha incrementado en 60% según el Sr. Rasmussen), se suman los que emanan de la degradación ciertos escenarios regionales (el del Medio Oriente no es el único) y el incremento de las amenazas no tradicionales: tráfico de drogas, inseguridad en las rutas marítimas atlántica vinculada al transporte de droga y piratería en el Cuerno de África, además de los compromisos en Afganistán y Pakistán según la Ministra de Relaciones Exteriores de Francia, Michele Aliiot-Marie (quien añade que las preocupaciones regionales de Europa se concentran en África, los Balcanes y el Medio Oriente).
De ese escenario no son ajenos los problemas que, en un contexto de mejora sustancial de las relaciones paneuropeas, Rusia plantea en relación a la estrategia de defensa antimisiles en Europa que patrocina Estados Unidos. La insistencia en esa estrategia llevaría a asimetrías inaceptables y al trazo de nuevas líneas divisorias en el Continente según el Canciller Sergey Lavrov.
A esa maraña de problemas, el Ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, William Hague, ha planteado la urgencia de incrementar las defensas europeas contra ataques cibernéticos.
De otro lado, y de manera no complementaria sino central, la Secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, ha demandado mantener la solidaridad colectiva y el balance de fuerzas teniendo en cuenta la rapidez con que se producen los cambios estratégicos en el Medio Oriente, los compromisos de la alianza en Afganistán, Irán, Sudán y Bielorrusia además del combate del terrorismo, la contención de la proliferación de armas de destrucción masiva y de misiles balísticos (considerados estos últimos como una de las mayores amenazas).
Por lo demás, Estados Unidos no está dispuesto a aceptar limitaciones a sus iniciativas de defensa antimisiles aunque ha destacado la nueva relación con Rusia y las oportunidades que se abren con el intercambio de ratificaciones –en Munich- del nuevo tratado START.
Si detrás de esta larga lista de amenazas para la OTAN y Europa se plantean intereses complementarios de naturaleza primaria, la cuestión es cómo afrontarlos en un contexto de reducción presupuestal generalizada. Al respecto el Sr. Rasmussen ha hecho un llamado sensato para que las prioridades del ajuste no se lleven a cabo a costa de la seguridad y, al respecto, ha propuesto una política para una nueva “era de austeridad”. Ésta se basaría menos en el gasto que en un mayor nivel de cooperación para reducir costos e incrementar las capacidades de defensa.
Sin embargo, esa propuesta resumida en el concepto de “Smart Defense” o “Defensa Inteligente” parece ir más allá de las obligaciones interestatales propias de una alianza militar adentrándose en el territorio de una integración defensiva en la que los socios innovan el principio de solidaridad del artículo 5 de la OTAN (el ataque a uno es ataque a todos y en consecuencia se responde). La innovación consiste en el compromiso colectivo de agrupar capacidades, utilizarlas en conjunto, compartir roles y entrenamiento y actuar colectivamente en adquisiciones y logística. Si bien es cierto que estas actividades pueden corresponder a las de una alianza tradicional, el Sr. Rasmussen parece estar planteando algo más por razones de necesidad: el incremento del vínculo de seguridad que pasaría de lo operativo a lo sustancial y transitaría de la alianza a una confederación defensiva.
Aclarar ese punto sería, al respecto, más sensato que seguir jugando con el término “Smart Defense” (al estilo alegórico del “smart power” norteamericano que se refiere a la influencia y a sus componentes diplomáticos y estratégicos bajo el ropaje de una inexistente categoría de poder). En efecto, si la OTAN pretende incrementar capacidades agrupando funciones de manera consistente con los nuevos desafíos ello es bien distinto que perseguir el mismo propósito alterando la naturaleza de la alianza. En circunstancias de recursos escasos y de menor disposición a ceder soberanía quizás la OTAN tendrá más éxito en el emprendimiento propuesto si identifica bien cuáles son las funciones y roles en las que, en efecto, la capacidades nacionales pueden agruparse y en cuáles no.
En cualquier caso, este planteamiento revela la importancia vital de la defensa en un contexto de crisis económica. Y aunque éste se propone para una alianza bien podrían los Estados de menor capacidad que no pertenecen a un organismo de seguridad colectiva avanzada (el caso de algunos de los suramericanos y específicamente, del Perú) evaluar la iniciativa como referencia y motivación para no rendir gastos de defensa por debajo de necesidades elementales.
Por lo demás, la agrupación de funciones y de servicios en el ámbito de la defensa ya se practica sectorialmente en Suramérica entre algunos Estados (este puede ser el caso de Argentina y Chile que, a pesar de no haber terminado de resolver sus problemas de límites, aparentemente cooperan brindándose mutuamente servicios de reparación de equipos; o el de las maniobras UNITAS y otras vinculadas a la seguridad de la navegación en el Pacífico suramericano que permite el entrenamiento conjunto para afrontar ciertos desafíos que van desde lo estratégico a lo humanitario como el rescate de navíos y personas).
La condición para ello sigue siendo, sin embargo, disponer de equipamiento útil y adecuado paras estas funciones. Al respecto debe tenerse en cuenta, además, que el deterioro de las capacidades de defensa de los menos poderosos en América Latina no va a ser sustituida por la protección de los más poderosos. En consecuencia, el incremento de capacidades de esos Estados no sólo es vital per se sino necesaria para el establecimiento de un equilibrio adecuado en el área y para que el requerimiento de credibilidad de la fuerza sea efectivo tanto en la defensa como en la cooperación.
Por tanto, antes de insistir en ejercicios diplomáticos sobre zonas de paz convencionales con el propósito de reducir costos y responsabilidades sobre la base de la aceptación de asimetrías estructurales, quizás sea necesario seguir el ejemplo de la OTAN -y también de la historia- que indica que los Estados que descuidan su defensa sobredimensionando las necesidades del manejo económico sin tomar en cuenta otros factores son propensos al declive, a su pérdida de influencia, a la erosión de su capacidad cooperativa, a la dependencia estratégica y, por tanto, al debilitamiento del rol que le toca en su área de gravitación.
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