Cuando el poco realista Secretario de Defensa Donald Rumsfeld distinguió entre los Estados de la “nueva Europa” de los de la “vieja Europa” para referirse a aquellos que tendían a asociarse con Estados Unidos en la segunda guerra de Irak, la respuesta indignada de la “vieja Europa” reportó sólo el carácter ideológico de la distinción. Hoy, el peso extremadamente realista de la crisis económica concentra nuevamente la atención de la “vieja Europa” (Europa Occidental) sobre la “nueva Europa” (Europa Central y del Este) que aquélla ha diferenciado siempre bastante bien.
En efecto, los muy frágiles fundamentos económicos de los pequeños países bálticos y de Hungría, Bulgaria y Rumanía han sido fuertemente erosionados por la crisis al punto de que las economías menos débiles del área (la República Checa, que hoy preside la Unión Europea, y Polonia) han sugerido medidas de urgencia, acceso a recursos y solidaridad para prevenir el colapso de algunas de estas economías y el contagio consecuente.
Ello ha ocurrido en una cumbre europea ad hoc convocada por la República Checa a pesar de que, en la tercera semana de marzo, se realizará otra cumbre regional para evaluar las políticas adoptadas orientadas a combatir la crisis.
A esa dimensión de urgencia los europeos occidentales han respondido considerando planes de rescate ad hoc pero no para el conjunto de países potencialmente afectados. En esa posición se ha destacado Alemania luego de que otros países de la “vieja Europa” (Francia, por ejemplo) debieran afrontar acusaciones de falta de solidaridad y conducta proteccionista en relación a la “nueva Europa”.
El riesgo de que la Unión Europea pudiera fragmentarse como consecuencia de las tendencias centrífugas que genera la crisis estimulando riesgos geopolíticos y económicos que señalaran, en alguna medida, el fracaso de la modernidad post-soviética, ha llevado a que, por el momento, las economías mayores del área incrementen su preocupación al respecto. Hasta ahora, sin embargo, sólo han considerado soluciones institucionales (la más activa participación del FMI -que ya “intervino” en Hungría- o la del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, por ejemplo) y no cuantificados compromisos económicos nacionales.
Sin embargo, la predisposición al rescate ciertamente puede mejorar mañana si la crisis avanza. Y ésta avanza rápidamente luego de haber quebrado a países del EFTA –el caso de Islandia-, de estrangular el progreso de Irlanda y de poner en serio peligro a las economías mediterráneas (España, Italia y Grecia).
Este debilitamiento de la periferia hacia el centro (que incluye al muy atribulado Reino Unido) puede llevar a los Estados que ocupan Europa Central y se proyectan sobre ella a tensiones exacerbadas. De momento la previsible presión migratoria en un contexto de creciente desempleo, la sobredemanda de recursos o las contiendas sobre el dominio de las rutas de transporte energético proveniente de Rusia ya son preocupaciones mayores.
Ello ha generado la sugerencia de soluciones fuertemente heterodoxas. Así, algunos (como The Economist) proponen la inclusión de las pequeñas economías afectadas (como los bálticos) a la zona del euro aunque esos Estados no cumplan con los requisitos de disciplina y equilibrio de la unión monetaria. Si el costo económico de esta incorporación pudiera ser menor debido a la pequeñez de las economías en cuestión, el euro podría resentir su ordenada gestión y prestigio como moneda de reserva en momentos en que la crisis de confianza es mayúscula.
Sin embargo, ese precio sería menor frente al descalabro económico que podría esparcirse sobre Europa Central si la crisis económica desmerece fuertemente el progreso, la organización de clases medias y la estabilidad alcanzados luego de medio siglo de empobrecedor sometimiento al régimen comunista. Por lo demás, si la pérdida de fe en el más avanzado régimen de integración como lo es la Unión Europea ya se expresa en el renacimiento nacionalista en algunos de sus miembros, el debilitamiento de ese espacio axial que es Europa Central atraería antiguos y exógenos intereses por su control. El conflicto en Europa, aparentemente desterrado, podría reaparecer aunque fuera en una versión renovada y menor.'
La magnitud y la realidad de tales dinámicas no pueden esconderse en la Unión Europea ni escapan a la atención de su burocracia en Bruselas. Ello está bien. Pero presenta a la América Latina con un problema adicional.
Como se recordará, la ampliación de la UE no sólo distrajo la atención de la Unión Europea sobre nuestra región sino que desvió recursos financieros regionales y globales hacia el nuevo centro de atracción. Ello fue compensado por la importancia atribuida al diálogo político, la ampliación del mercado europeo y por la continuidad de ciertos flujos que buscaban escala global (y no sólo regional) o recursos naturales. Disminuida la explotación de algunas estas calidades por la crisis, la preocupación de la UE por países menores latinoamericanos menores o de desarrollo intermedio podría decaer nuevamente. Por tanto, su disposición y flexibilidad para negociar acuerdos de libre comercio podría seguir esa tendencia. Si la Comisión europea y los miembros del Consejo se dejan ganar por esa dinámica perversa podrían ahorrar esfuerzos políticos pero perderían calidad estratégica. Luego de la participación de la Unión Europea en la frustración de la ronda Doha (aunque en un escenario de responsabilidad compartida), la UE sumaría a su responsabilidad en la falta de progreso global, el obstáculo al desarrollo de acuerdos de libre comercio interregionales y la erosión del sustento material del diálogo político extraregional. Ello contrariaría los principios de la Unión, replantearía las dudas sobre su identidad (la percepción de una “fortaleza” europea se reinstalaría en los interlocutores) y debilitaría la influencia de sus miembros en foros que, como el G-20, se han comprometido con la apertura de los mercados para agilizar la superación de la crisis.
Es verdad que, dada la escasa capacidad económica de Perú, Colombia y Ecuador, los acuerdos de libre comercio correspondientes se lleven a cabo a muy bajo costo. Pero no debiéramos tener que recurrir a ese razonamiento (que es equivalente al escaso costo que representaría el ingreso de los países bálticos a la zona del euro) para resaltar la necesidad de que la Unión Europea no sólo mantenga la línea negociadora sino que, a la luz de las circunstancias, la flexibilice en momentos en que el proteccionismo como política es una amenaza mayor.
Después de todo, si la extrema vulnerabilidad de países de Europa Central y del Este puede poner en riesgo a la UE y la estabilidad en Europa, la rigidez de posiciones de esa entidad con países como Perú y Colombia -o la frustración de sus intercambios- puede implicar la denegación de la mejor inserción global de éstos y la seria erosión del sustento occidental que los fundamenta. En ese caso, la “nueva América Latina” que esos Estados quisieran contribuir a organizar se vería parcialmente frustrada por representantes de una reemergente “vieja Latinoamérica” que desean expandir el estatismo, controlar el espacio central suramericano e imponer una división en el área que ciertamente alimentará el conflicto en ella.
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