La eliminación del ícono mayor del terrorismo trasnacional, Osama Bin Laden, es bastante más que un golpe contundente a Al Qaeda. Se trata de la decapitación de la organización que, tras el atentado del 11 de setiembre del 2003 en Nueva York –y los que siguieron en el Reino Unido, España y otros lugares-, impulsó el cambio de la política de seguridad de la primera potencia. En efecto, ésta convirtió la “guerra contra el terrorismo” en la consigna de toda una década y a Afganistán en el escenario en el que, luego de Irak, Estados Unidos empeñó buena parte de sus recursos estratégicos.
Y si lo primero implicó también una contienda política cuya dimensión principista e ideológica era la defensa de Estados Unidos y de Occidente, la muerte de quien protagonizó esa amenaza remarca el carácter psicológico de un triunfo civilizacional y no sólo “práctico”. La realización material del mismo está, sin embargo, aún lejos de obtenerse.
La dimensión de ese éxito se percibe como un acontecimiento aún mayor si se tiene en cuenta el esfuerzo desplegado y las dudas y críticas recibidas por quienes lo llevaron a cabo a lo largo de diez años de padecimientos. En este marco, la sensación colectiva de que se ha hecho justicia es inmensa. La celebración, por tanto, es legítima por quienes fueron víctimas, por los que sin serlo se solidarizaron con ellos -y con el país que padeció el peor atentado de su historia- y por quienes llevaron a cabo el emprendimiento. Esta sensación de triunfo debiera materializarse en éxitos futuros.
Sin embargo, la dimensión psicológica de esta victoria puede ser menor a la realidad vigente del terrorismo y a la subsistencia de Al Qaeda (la que, a la luz de su cobertura global y su articulación aparentemente segmentada, está preparada para la sobrevivencia). Ello permite predecir que sus agentes, respondiendo a la dimensión simbólica de la muerte de Bin Laden, intentarán una respuesta “práctica” de similar calibre en un futuro no lejano. En consecuencia, la lucha contra las organizaciones terroristas transnacionales, lejos de atenuarse, se incrementará alimentada esta vez por la brecha abierta entre victoriosos y derrotados.
Esta situación innova el escenario estratégico en que esta lucha se planteará. Entre otras manifestaciones (como el serio cuestionamiento del rol de Pakistán en el combate al terrorismo), ésta podría abrir un nuevo debate sobre la presencia en Afganistán de Estados Unidos y sus aliados y sobre la oportunidad de retiro. No pocos sucumbirán en la superpotencia a la tentación de apurar el ritmo del repliegue a partir de julio de este año esgrimiendo la victoria simbólica como pretexto. Los aliado de la OTAN, algunos de los cuales ya han retirado sus fuerza (Holanda), también sentirán esa presión (entre ello, el Reino Unido, que ha señalado este año como decisivo al respecto).
Ello contrastará con la opinión de los que, como la Secretaria de Estado Clinton, anuncian un retiro más pausado y, además, con la de aquellos que opinan que Estados Unidos no debe retirarse hasta haber asegurado el objetivo político: la viabilidad elemental del Estado afgano.
Un segundo debate provendrá del lado de los que ven en la muerte de Bin Laden el triunfo político que requerían para mantener la lucha antiterrorista en todos los frentes y de los que, de otro lado, entienden que, por múltiples razones (incluyendo ciertamente las económicas) es necesario recalibrar el compromiso militar reagrupando fuerzas e impulsando el frente diplomático a través del intento de solución de conflictos centrales (como el palestino-israelí).
Aunque este debate se base en premisas equivocadas (la combinación de fuerza y diplomacia es esencial acá también), puede ser polarizante. Tal polarización, sin embargo, podría atenuarse en un primer momento a la luz del efecto cohesivo que probablemente tenga en Estados Unidos la exitosa operación contra Bin Laden.
De otro lado, a nadie escapa que el sentimiento colectivo de éxito y alivio en los socios europeos de Estados Unidos producirá un efecto de apoyo inicial. Pero luego las realidades de la crisis económica, de los procesos electorales (en los que quizás no triunfarán los partidos de gobierno actuales) y de la focalización europea en el Norte de África, tenderá a diluir ese entusiasmo y al retorno de las tendencias actuales. Ello puede cambiar, sin embargo, si Al Qaeda ataca.
Y en el Medio Oriente, la posición israelí de confrontación enérgica de organizaciones que no han depuesto el terrorismo como medio de lucha, se verá fortalecida. En efecto, Israel, a pesar de un cierto alejamiento norteamericano hacia posiciones más propalestinas, registrará el éxito de su mayor aliado como un espaldarazo a su política. Lo contrario se puede ver ya en la reacción de Hamas que gobierna la Franja de Gaza. Esa organización ha criticado fuertemente la acción norteamericana. Y si lo ha hecho sin matices, quizás pretenda recuperar banderas beligerantes que había esgrimido con menor intensidad para reunirse con la OLP de Abbas (que gobierna Cisjordania). Esa asociación es considerada inadmisible por Israel frente una eventual una negociación palestino-israelí mientras Hamas no abandone la vía terrorista además de su disposición doctrinaria a borrar a Israel del mapa. La posición pro-Bin Laden de Hamas, fortalecería, adicionalmente, al gobierno del señor Netanyahu.
Finalmente, no puede dejarse de considerar el impacto táctico de la acción realizada por comandos norteamericanos. Ésta es legal y legítima en tanto se emprendió contra un agente terrorista que desconoce las leyes de la guerra, los valores humanitarios elementales y patrocinaba, mediante la violencia extrema, el establecimiento de un califato en el Norte de África y el Medio Oriente cuya implementación pasaba por la destrucción de Occidente.
Si esa exitosa acción bélica merece el elogio, no puede olvidarse que su naturaleza es el homicido tan propio de las guerras sucias. Este caso debe diferenciarse claramente del empleo de la fuerza militar convencional para asesinar a gobernantes bajo el amparo de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que pretenden nominalmente lograr una solución pacífica en el caso de Libia. Gadafi puede ser un dictador que debe salir del gobierno y ser penalizado. Pero debe recordarse que Estados Unidos y la Unión Europea excluyeron a Libia de la lista de Estados terroristas y negociaron con él a pesar de éste perpetró atroces atentados terroristas. La distinción entre el mero asesinato y la lucha por el establecimiento de la paz en Libia debe quedar clara especialmente cuando una fuerza armada plural está empeñada amparada por la ONU que pretende para sí legitimidad universal. La tendencia de las acciones emprendidas últimamente por fuerzas aliadas en Libia no deben confundirse con las que dieron cuenta de Bin Laden. He allí un debate adicional.
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