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  • Alejandro Deustua

La Segunda Toma de Posesión del Presidente Obama

El Presidente Obama ha iniciado su segundo período describiendo su escenario con optimismo postbélico y postcrisis. Esta particular percepción contextual podría ilustrar, sin embargo, las limitaciones internas al ejercicio externo del poder convencional y las dificultades de la gestión económica que se avecina. En efecto, la triunfal afirmación de que en enero de 2013 concluye una década de guerra y empieza la recuperación económica (norteamericana) es de tal manera contradictorio con las realidades bélicas del Medio Oriente, la fluida dinámica del balance de poder en Asia, las ramificaciones de la crisis europea y los problemas de gestión de la economía norteamericana que esa descripción del “estado del mundo” puede entenderse mejor como una forma de racionalizar la renuencia norteamericana a empeñarse militarmente en el exterior y a descargar responsabilidades en la reactivación económica global.


No de otra manera se entiende que el Presidente Obama haya extrapolado la calificación de los medios militares para gestionar la dinámica de poder contemporáneo (en la que la emergencia de nuevas potencias y realineamiento de fuerzas generan fricción e interaccionan con agresiones no convencionales en escenarios regionales en franco deterioro como el Medio Oriente) describiéndolos como propios de la “guerra perpetua”. Y también que haya planteado como alternativa el compromiso (engagement) vinculado a la aproximación diplomática como una opción pacífica que, en lugar de su valor complementario, contrasta con las opciones derivadas del “miedo”.


Esa declaración puede ser muy altruista pero probablemente no se convertirá en doctrina estratégica si Estados Unidos reconoce, por ejemplo, que la opción nuclear militar iraní constituye una amenaza intolerable por su capacidad destructiva y generadora de proliferación más allá del Medio Oriente; que ésta interacciona con el desplazamiento desestabilizador del terrorismo del Norte de África al África Central; y que si la emergencia china traducida en creciente poder militar se traduce en expansionismo, el poder norteamericano tendrá que balancearla si no desea suscribir su propia intrascendencia.


Peor aún, si el complemento económico de esta situación de conflicto emergente se encadena con el que ya genera para el mundo la crisis europea (donde Estados Unidos ha invertido tres veces más que en Asia –según la UE- y a donde exporta dos veces más que a China –según el Departamento de Comercio-). Si esa relación de interdependencia económica, aún insuperada, se complica con la gestión norteamericana de una deuda que excede a su PBI y de un déficit fiscal de aproximadamente 8% del mismo, la frágil recuperación norteamericana dista de estar asegurada.


Como estas realidades no pueden estar ausentes del horizonte perceptivo norteamericano, se puede concluir que, lejos de proponer una doctrina pacifista, el presidente Obama ha preferido generar confianza mediante el diagnóstico optimista e informar sobre su disposición a evitar compromisos externos absorbentes como una manera de gestionar el turbulento escenario de transición en que incursiona la primera potencia. Para ello ha convocado a los departamentos de Estado y de Defensa a personalidades que consideran que el uso de la fuerza debe ser verdaderamente el último recurso y por ello ha indicado este 21 de enero que su opción por un conjunto de alianzas eficientes es la prioridad estratégica norteamericana.


Ello no implica solo la reiterada derogatoria del unilateralismo (salvo in extremis) en el ejercicio del poder sino la necesidad de promover (o quizás, de aceptar) una mejor redistribución del mismo entre aliados eficientes. Sin que ello implique la marginación de las Naciones Unidas, es la alianza la versión de la seguridad colectiva por la que opta Estados Unidos.


Y es también la que se acomoda mejor a las restricciones del gasto de defensa que se avecina cuya negociación en el Congreso estará, a su vez, calificada por el llamado a la “acción” proclamado por el Presidente Obama en el entendido de que ésta será imperfecta. Esta opción implica que el Presidente debería procurar imponer los términos del recorte del déficit. Pero, a estos fines, ni tiene la mayoría legislativa necesaria (solo controla el Senado) ni ha expresado la voluntad de confrontar al Congreso (al revés, el Presidente Obama ya ha expresado su voluntad de compromiso a la bancada republicana).


Así, el llamado a la acción implica menos una decisión imperativa o reclamo anticipado de poderes para gobernar la economía que una invocación a la oposición en nombre de la sociedad. De esta manera los parámetros referidos en la toma de posesión (la seguridad ciudadana básica que implica que los beneficios de la seguridad social y de salud no deben ser sacrificados a los requerimientos de la mera eficacia presupuestal) y sus fundamentos económicos y sociales (la prioridad de las clases medias en el crecimiento y la reducción de la desigualdad) pueden ser líneas rojas que el Presidente se ha autoimpuesto pero implican más un posicionamiento estratégico que una trinchera inmóvil.


Estas complejidades internas han impedido (innecesariamente) que el discurso del Presidente Obama esclarezca los ámbitos diplomáticos que priorizará. Aunque algunos asuntos han sido señalados antes (p.e., la preferencia por los acuerdos de libre comercio -especialmente el acuerdo transpacífico que probablemente superará un intento equivalente con Europa-; el propósito de establecer una agenda de suma positiva con China; y de lidiar con Irán a través de la coerción económica y el diálogo), otros se pueden derivar del texto de su discurso y de los mensajes recibidos en el proceso electoral.


Entre ellos destaca un nuevo esfuerzo por regular el problema migratorio (que afecta principalmente a México y, luego al resto de América Latina). La base de esa regulación podría ser una nueva versión del Dream Act por la que se permitiría que buena parte de los migrantes jóvenes adquiera la residencia norteamericana si cumplen con requisitos de educación y buena conducta durante un cierto número de años. Esta forma de aproximarse a la reforma migratoria no implica, sin embargo, la adquisición de la ciudadanía estadounidense.


El interés por América Latina, expresado simbólicamente en la presencia activa de magistrados y religiosos “hispánicos” en la ceremonia de juramentación pública del Presidente Obama, no se ha expresado más allá de ello en el discurso del mandatario. La región tendrá un interés que, probablemente, se mantenga dentro de los círculos geopolíticos tradicionales norteamericanos (México, Cuba, Brasil) y las agendas que han adquirido ya una inercia burocrática.


En ese marco, será difícil para el Perú debe procurar superar los términos restrictivos de una agenda minimalista y circunscritos a los términos de un acuerdo de libre comercio. Sin embargo, sí es posible intentar una relación estratégica renovada en el marco de los intereses peruanos y las limitaciones norteamericanas.


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