Cuando en agosto cayó el régimen libio con la toma de Trípoli y el escape de Gadafi, “sólo” quedaba consolidar el triunfo de los rebeldes mediante el establecimiento de un gobierno, el control del territorio y la captura del dictador. La esperanza democrática se basaba en esa premisa plural. Hoy Gadafi ha sido aparentemente asesinado pero el control del territorio por los rebeldes no parece sólido y el gobierno de transición está lejos de haber aglutinado a la ciudadanía en torno de él.
En consecuencia, la esperanza democrática y la de un gobierno eficiente sigue siendo en Libia una expectativa de la que la comunidad internacional no podrá desentenderse. Ahora empieza la “parte difícil” del problema. En efecto, si la muerte de Gadafi tiene una dimensión histórica porque remueve una satrapía disfrazada de nacionalismo árabe en el Norte de África internacionalmente legalizada, la situación es allí es hoy la de un Estado fallido.
En consecuencia, el objetivo del Consejo Nacional de Transición no es sólo el de entregar el inexistente poder a un nuevo gestor, ni la de pretender reconstruir un Estado sin sustento ni el de limitarse a atraer la inversión petrolera, sino el de fundar uno nuevo Estado. Para ello el desafío interno es tan importante como el externo. En efecto, 42 años de dictadura no ha producido instituciones estables en Libia ni contemplado métodos de sucesión que no pasarán por el clan familiar. Esta disfuncionalidad incluye a las Fuerzas Armadas que, salvo por alguna actividad bélica y a diferencia de Egipto, han preferido marginarse del desarrollo del conflicto.
Por lo demás, la fractura social en Libia potenciada por la crisis económica, la remanencia de facciones armadas luego de la guerra civil y las rivalidades entre tribus, no tiene a la mano un medio de recomposición política (p.e. partidos políticos) que no sea la legitimidad del gobierno (que hoy día es una incógnita). El vacío resultante deviene entonces en un desafío potenciado en el que la sensatez de la población Libia deberá confrontar la reminiscencia de la beligerancia interna, la emergencia del rol del Islam en la política (como ocurre hoy en Egipto y Túnez), la proliferación de armas (las robadas al Ejército, las proporcionadas por la OTAN y las que pueden provenir del vecindario árabe) y el interés de peculiares entidades transnacionales (específicamente, organizaciones terroristas) que desearían aposentarse en un territorio semivacío de dimensiones superiores al territorio peruano.
Esa vulnerabilidad tiene una doble valencia. De un lado agrega, de momento, inestabilidad a las costas del Mediterráneo africano (y, por tanto, al Mediterráneo europeo). Del otro, la fragmentación política en espacio tan amplio y tan rico facilita la influencia en Noráfrica de Estados mesorientales o eurosiáticos con ánimo de establecer esferas de influencia o balances de poder de proyección extraregional, al tiempo que resta arraigo, en el sur, a Estados fronterizos de extrema debilidad (Chad, Sudán y Niger).
La obligación de los miembros de la OTAN que participaron en una cuestionable aplicación de la Resolución 1973 (que autorizó operaciones bajo el capítulo VII sólo para proteger a civiles) para atenuar esos desafíos es real y presente (como probablemente lo sea también su interés). Y si esa obligación es de la OTAN (y, específicamente de Francia, el Reino Unido y Estados Unidos) que actuó bajo la cobertura de la ONU, lo es también del Consejo de Seguridad.
No hacen bien, por tanto, las autoridades transatlánticas en apresurarse a dar por cumplida la tarea. Éstas y la comunidad internacional (incluyendo a los Estados suramericanos tan deseosos de celebrar una nueva cumbre con los países árabes) están en la obligación de generar las condiciones para estabilizar el Norte de África y de asistir a los libios en la creación de un Estado vivible y viable.
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