Impulsadas por los excepcionales requerimientos de la crisis económica global, las relaciones internacionales se están enrumbando por la vía del “pragmatismo” en la esperanza de que éste arroje resultados de mediano plazo.
Aunque tales resultados podrían, en efecto, lograrse existe el riesgo de que ello no ocurra con la celeridad suficiente, que sus efectos no sean de largo plazo o que generen más conflicto que solución por el quiebre de prácticas, normas y hasta de principios existentes. En ese caso estaríamos agregando al desorden propio de la quiebra del status quo, una peligrosa y destructiva anarquía.
El peligro de que ello ocurra se incrementará si el pragmatismo se practica como una forma de realismo inconsciente o si, alternativamente, el sacrificio normativo que implica no es limitado por ciertos plazos más o menos expresos o por la restricción de su aplicación a ciertos sectores.
En el ámbito económico, el esfuerzo pragmático, que ha sido definido como “lo que haga falta” para restablecer la salud del mercado, se va expandiendo a pesar de la voluntad inicial de los Estados por restringir sus implicancias. Así, en el caso norteamericano, el tránsito de la trillonaria intervención gubernamental a través de los programas de recuperación económica y estabilización financiera está acelerando el paso hacia una posible nacionalización bancaria.
Es claro que ello no ocurre por disposición ideológica sino por necesidad extrema en tanto los programas de estabilización no parecen suficientes para contener las enormes pérdidas ni promueven la operatividad de la banca. Y aunque el gobierno norteamericano se resiste a nacionalizar es posible que lo haga aunque con las salvaguardas del caso.
En efecto, si ello ocurre, la dimensión excepcional de la medida se caracterizaría por su carácter temporal. El consenso a favor de la misma va creciendo (el premio Nobel Paul Krugman es un abanderado de la nacionalización temporal). Y para darle mayor autoridad se le ha encontrado referencias positivas y negativas. Entre las primeras se menciona la acción del gobierno sueco que procedió de esa decidida manera en la década pasada. Entre las segundas se menciona a Japón cuyo gradualismo en materia de recuperación económica (no de estabilización financiera) se considera un mal ejemplo.
Un primer problema con esta medida excepcional es que, por la muy grave complicación del sector bancario, quizás no sea posible definir el horizonte temporal de retorno al ámbito plenamente privado. En efecto, si la nacionalización va a funcionar, ésta debe practicarse con los recursos y por el tiempo que haga falta. La indefinición de los mecanismos de contención forma parte del costo del pragmatismo.
Un segundo problema es el efecto colateral de la nacionalización. Si ésta se practica en el centro del capitalismo siguiendo los pasos de lo que ya ha ocurrido en otro baluarte del mismo como es el Reino Unido, es posible esperar réplicas de la medida en mercados con menor tradición liberal. Por lo demás, aunque la primera potencia económica sostenga que la nacionalización se restringirá al sector bancario, existiría razón para no extenderla a otros sectores (digamos, al automotriz) si éstos no responden a los aportes de capital estatal?.
Por lo demás, tal práctica no sólo podría ampliarse a otros mercados (p.e., al sector industrial francés cuya historia de vinculación estatal es bastante conocida). También serviría de justificación ex post para nacionalizaciones asumidas por razones macroeconómicas (p.e. la nacionalización de la banca del primer gobierno del Presidente Alan García) como para nacionalizaciones actuales, futuras e innecesarias practicadas por Estados afincados en el estatismo ideológico (p.e., los casos de Bolivia y Venezuela). Por lo demás, en contextos regionales en que se asume que “el libre mercado ha cedido su paso al Estado” como generalizada interpretación de la realidad económica, la justificación para la nacionalización sin límites podría surgir tanto por inercia como por falta de oposición a esa forma de conducta.
Tal puede ser el costo de la quiebra de principios y normas del régimen económico en las potencias centrales si éste no va acompañado por condiciones precisas para su aplicación y por compromisos expresos de retorno a la situación ex ante (o lo que quede de ella) de manera que no queden dudas de que quienes optan por la nacionalización se embarcan, in extremis, sólo en un régimen de excepción. Estas garantías de retorno al estándar de conducta deberían aplicarse con mayor razón en el campo político. Más aún cuando el pragmatismo que se aplica acá está muy alejado de la crisis del Estado como entidad (y, en América Latina, mucho más cerca de la quiebra del régimen de protección colectiva de la democracia representativa).
Es más, si la racionalidad que sustenta el pragmatismo político no se sustenta en problemas de vida o muerte del Estado (como sí puede ser el caso del mercado) ni en la quiebra del consenso interno que sustenta un interés nacional fundamental (el caso de los Estados en los que la práctica de la democracia representativa está ligada a su identidad política y a sus formas de organización colectiva), el pragmatismo debiera ser evitado. Especialmente por quienes entienden que la democracia no es sólo una forma de organización interna sino una identidad deseable para otros Estados. Éste es el caso de Estados Unidos y de la Unión Europea.
Por lo demás, que se sepa, la primera potencia no ha abandonado la promoción externa de la democracia como un interés nacional. En efecto, cuando el Presidente Obama juró el cargo sostuvo que los principios de la primera potencia no serían incompatibles con su política de seguridad.
Y es evidente que la Unión Europea no ha dejado de aplicar la cláusula democrática en la relación a sus miembros (un Estado que no tenga esa forma de organización no puede incorporarse a ese grupo de integración avanzada y uno que abjure de ella sería ciertamente marginado).
Sin embargo, es evidente que las difíciles circunstancias actuales hacen de la promoción de la democracia una tarea algo más complicada que su simple declaración como máxima de conducta internacional. Para las potencias que, como Estados Unidos, han recurrido a diversos métodos de promoción democrática (desde el acuerdo colectivo, en el caso hemisférico, hasta el reordenamiento postbélico, en el caso de Irak), ello obliga a lo obvio: el patrocinio de la democracia bajo las condiciones propias de cada Estado. De otra manera es mejor abandonar el principio en vez de quebrarlo de manera ad hoc.
Pero no es eso lo que Estados Unidos, ni la Unión Europea (que condiciona cierta cooperación externa a la vigencia democrática en el interlocutor), ni los miembros del UNASUR (que suscribieron, por voluntad propia, la Carta Democrática hace apenas ocho años) hacen cuando envían mensajes de felicitación a los gobiernos de Venezuela y Bolivia por la forma cómo han conducido sus recientes consultas populares. La desatención pragmática y ad hoc del principio de promoción y protección de la democracia representativa se ha impuesto aquí sobre cualquier otro interés. Como es conocido, en Venezuela se ha optado por la reelección indefinida luego de que el gobierno de Chávez cooptara todas las instituciones del Estado y usara los recursos públicos para influir en la consulta popular que permite su reelección sin término.
Y, en Bolivia, es también evidente que el referendum que apoyó la vigencia de una nueva Constitución fue antecedido de muy serios vicios procesales y vulneraciones institucionales.
Sin embargo, el vocero del Departamento de Estado, no contento con reconocer explícitamente la validez del referéndum venezolano, ha calificado su proceso como “totalmente consistente con las prácticas democráticas”. Y, mientras autoridades del Ejecutivo francés se entusiasma públicamente con la “vitalidad de la democracia venezolana”, el UNASUR remite una felicitación al presidente Morales por el éxito obtenido.
Si cada uno de los gobernantes de los Estados mencionados hubiera definido su política exterior como meramente realista, esas felicitaciones estarían de más. Y si hubieran optado por una más multilateral sustentada en la organización de regímenes comunes (como la Carta Democrática), las felicitaciones habrían sido intolerables.
Es más, la redescubierta vocación norteamericana por las bondades de la interdependencia impide la postergación extrema de sus principios (como ha ocurrido en China en el caso de los derechos humanos) porque erosiona sus formas de interactuar.
Si se obvian estas razones, las aludidas felicitaciones antidemocráticas por Estados Unidos, la Unión Europea y el UNASUR a Venezuela y Bolivia sólo podrían entenderse como una proyección del pragmatismo económico al campo político (aducir al respecto que los excesos del Presidente Bush ilegitimaron el interés general por la defensa colectiva de la democracia representativa o por la afinidad de los Estados que practican esa forma de democracia, es un vulgar exceso).
Los gobiernos que practican esta forma de pragmatismo político están incurriendo en una doble irresponsabilidad: obviar principios de conducta (que luego les será extremadamente complicado recuperar) y no basar sus comportamientos en una redefinición restringida del interés nacional (lo que, por confusión del interlocutor, puede estimular conflictos en el futuro).
Para atenuar la erosión de las formas de convivencia de la comunidad internacional esta forma de pragmatismo político debe ser corregida y sustituida por maneras más claras de interacción. Especialmente en tiempos de inestabilidad.
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