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  • Alejandro Deustua

Más Unidad y Ecumenismo Después de Juan Pablo

6 de abril de 2005



A lo largo de dos milenios la Iglesia Católica ha proclamado la unidad de la fe y sin embargo ha sufrido dramáticas escisiones. Y los Estados Papales del siglo XV, antecesores del Vaticano, debieron confrontar a otros estados también en nombre de la singularidad católica. La historia muestra que el poder temporal y religioso del Papa se ha ejercido proclamando la unidad mientras se exponía a la fragmentación. Juan Pablo II ha tenido extraordinario éxito en lo primero y evitado lo segundo. Sin embargo, y a pesar de la masiva muestra de lealtad popular al Papa fallecido, el cuestionamiento al conservadurismo pontificio emerge progresivamente desatando el debate sobre cuestiones de moral y doctrina. La frustración de los reformistas de los 60, de las congregaciones postergadas y de una feligresía cuyos usos contemporáneos no encontraron acogida papal en los últimos 25 años va apareciendo ahora que el conductor enérgico y cálido ha desaparecido. La emergencia de este movimiento constestatario, que probablemente influya en la elección del próximo Jefe de la Iglesia, es aún más visible a la luz de la labor de cohesión religiosa e institucional realizada por Juan Pablo.


Si la discusión sobre si el dogma debe acomodarse a la costumbre o ésta a aquél amenaza con abrir nuevamente una brecha en la Iglesia, los católicos y sus instituciones deben contribuir a vencer ese peligro. Especialmente cuando la unidad alcanzada, aunque al costo de la rigidez, pudiera diluirse mientras, en el ámbito global, la contienda religiosa, avivada por extremistas desquiciados, quisiera ser atenuada por Occidente. La herencia unitaria de Juan Pablo debe ser preservada en un marco de una disiciplinada flexibilidad que el nuevo Pontífice esperamos contribuya a alumbrar.


Al margen de cuestiones de moral y fe –que corresponden al fuero interno de cada quien- y de dogma –que es jurisdicción eclesiástica según el consenso establecido-, la dificíl cohesión del catolicismo es cuestión que interesa a fieles practicantes y a los que no lo son. Si Occidente no puede entenderse sin el cristianismo, el crisitianismo no puede retomar su antigua tendencia fragmentadora sin debilitar peligrosamente los principios morales de una civilización que ya padeció guerras fratricidas vinculadas a diferencias religiosas entre Estados y a divisiones políticas de su feligresía.


La tarea unitaria no será fácil teniendo en cuenta la extraordinaria fortaleza del antecesor. Pero muchos esperamos que se atienda con el propósito de mantener la centralidad civilizatoria de la Iglesia Católica. Y también con el objetivo de continuar, sobre bases seguras, el diálogo ecuménico que Juan Pablo inició con tanto esfuerzo y valentía.


Juan Pablo II fue ciertamente un líder que proclamó la libertad religiosa como leitmotif de su misión. La subyugación producto del totalitarimo que él y sus correligionarios padecieron no podía distraer esa prioridad. Pero no fue un líder que, en aras de esa libertad, guiara a su grey a la permisividad y el caos. No nos sentimos autorizados para discutir aquí si esta referencia debe ser respetada por razones espirituales. Pero sí para llamar la atención sobre la coherencia que una relgión milenaria debe manterer para evitar su desborde por conflictos internos no resueltos, por la proliferación de inefables sectas carismáticas y por otras confesiones cuyos extremistas defensores quisieran enterra al catolicismo y a Occidente con él.


Si esta posibilidad ya tiene diagnóstico –la teoría del choque de civilizaciones- e instrumental político, será bueno minimizar su hipotético resultado mediante el diálogo entre civilizaciones propuesto por Juan Pablo a partir del encuentro entre religiones. Para ello el interlocutor debe fortalecerse antes que diluirse en el desorden y la desorientación. Por cierto que ese propósito reclama hoy flexibilizar el sectarismo, promover la inclusión y admitir las diversas opiniones en tanto éstas sean moderadas.


Pero ello es bien distinto del patrocinio de la erosión de principios y valores fundamentales que componen una confesión. Especialmente si ésta intenta consolidar su unidad y reflejarla congregantemente mientras otras recurren a la fuerza.


La consolidación requerida no provendrá confiando sólo en fuerzas inerciales como las que se rigen por la estadísitica. Hoy se aduce que 1100 millones de católicos no pueden ser sino sinónimo de salud grupal. Y el trinfalismo se exalta cuando esos números se extrapolan hasta asignar al crisitianismo el poder demográfico de 33% de la población mundial. Lamentablemente estas cifras no sólo incluyen las diferentes modalidades de protestantismo extraordinariamente activo, sino también a las religiones menores y sectas que hoy pululan en Africa, América Latina y Asia.


Éstas cifras deben contrastarse además con la influencia civilizatoria de 1300 millones de musulmanes (22% de la población mundial) cuya mayoritaria tolerancia es lamentablemente envenenada por singulares facciones y Estado beligerantes que menosprecian el diálogo que Occidente propone con el Vaticano a la cabeza.


Más allá de cualquier recomposición interna que la Iglesia desee autoimponerse y sus feligreses reclamar, Iglesia y Vaticano deben continuar las líneas maestras trazadas por Juan Pablo. Entre ellas son especialmente importantes las referidas al vínculo entre religiones y civilizaciones si el mundo aspira a alcanzar una estabilidad razonable y el catolicismo y su organización estatal no desean repetir conductas fragmentadoras que tan destructivamente han marcado su historia.

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