Aunque pareciera un lugar común, la reciente invocación presidencial a la autoridad del Estado para sustentar la lucha contra el narcotráfico incluyendo la erradicación de la coca ilegal, la interdicción de sus agentes y la punición de los promotores del consumo ilícito, es una verdadera novedad en el Perú y en parte de la subregión andina.
En efecto, ni cuando Fujimori dispuso la más intensa erradicación de la coca en la segunda mitad de la década pasada, ni bajo las presidencias de Valentín Paniagua y Alejandro Toledo el discurso presidencial tuvo esta explícita claridad fundamental. Limitados sucesivamente por el vínculo del narcotráfico con el terrorismo, por la capacidad de movilización de los cocaleros y por la legitimidad que éstos han ido adquiriendo a través de representantes de la sociedad civil y de políticos electos, la imposición de la ley fue obstruida por la coacción cocalera y la excesiva predisposición negociadora del gobierno.
En ese trance, la debilidad gubernamental frente al narcotráfico se racionalizó a través de una excusa letal: la interacción entre la subsistencia de la demanda en los países desarrollados y la extrapolación mítica del uso y consumo tradicionales en los países productores. Esos dos argumentos disponía además de un elemento catalizador: la aplicación insuficiente del principio internacional de la responsabilidad compartida en el combate de la amenaza transnacional.
El argumento era cómodo para el gobierno pero de alto riesgo para el Estado que admitía, inerte y tácitamente, una vulnerabilidad que atenta contra las defensas y estructuras básicas de la sociedad.
Pero la perversidad de esa línea argumental era todavía mayor. En un contexto internacional donde los agentes no oficiales son los forjadores de la interdependencia global, su versión criminal podía ser encubierta por una cadena de agentes transnacionales y locales que interactuaban con el gobierno proveyendo divisas y atención política externa. Finalmente, se podía argüir, siendo estos agentes articuladores de relaciones exteriores, su presencia no era sino parte de los costos del proceso de globalización que el Estado tendría que sufragar para ingresar a la modernidad.
Los representantes urbanos de los cocaleros organizados y la timidez oficial para enfrentarlos estuvieron a dispuestos a pagar ese precio a pesar de que éste imponía un lastre a la seguridad nacional y a la política exterior. Así, si durante la década de los 90 la "guerra contra el narcotráfico" fue una realidad estratégica al margen de su eficacia, el Perú debía ser víctima en ella según ese gremio.
Y si la proyección externa de la subregión andina era objeto de una vergonzante tipificación (la "zona cocalera") y era percibida como generadora de inestabilidad y amenazas globales, el Perú debía congratularse también en tanto recibía beneficios de acceso al mercado de Estados Unidos y de la Unión Europea mientras contribuyera a combatir la amenaza. Los exportadores podrían beneficiarse de la vulnerabilidad nacional mientras subsistiera la amenaza y el Estado podría agregar un capítulo de cooperación externa en el marco de su precariedad.
De esta manera las relaciones exteriores generadas por una fuerte participación local en la cadena cocalera condicionaba intensamente muestra política exterior. Y, en un marco economicista como el que prevaleció en la década pasada, lo hacía además generando divisas que contribuían al requerido equilibrio de la balanza de pagos.
De esta manera, una masa crítica de menos de 100 mil cocaleros ha podido engendrar vulnerabilidad nacional creciente durante más de dos décadas sin que el discurso oficial en defensa del Estado y de la sociedad sustentara el indeciso esfuerzo de imposición de la ley. Ahora que el discurso existe y su racionalidad es explícita, el esfuerzo del Estado tendrá que incrementarse para no perder legitimidad. Ésta podría desaparecer rápidamente produciendo una contraola cocalera si el discurso es entendido como una exigencia circunstancial generada, digamos, por la necesidad de apurar la aprobación del TLC.
En efecto, si la oferta presidencial de "tolerancia 0" con el narcotráfico no se aproxima los hechos, el gobierno perderá capacidad coercitiva y negociadora al tiempo que estimulará el activismo cocalero. Si éste se canaliza a través de la violencia social amparando la criminal, el peor escenario sería efectivamente una versión menor, pero más extensa, del colombiano. En él quizás los niveles de violencia no se escalarían a los niveles de confrontación que padece de nuestro vecino, pero ciertamente estarían activamente influenciados por las FARC en un escenario donde la remanencia de Sendero Luminoso podría transformar una forma de sobrevivir (la defensa del narcotráfico) en una nueva mitología motivadora.
Y si, alternativamente, el fracaso de la decisión de "tolerancia 0" se canaliza al campo político a través de la movilización cocalera intensificando una realidad ya existente, el escenario sería más bien el boliviano. Éste sería amparado más intensamente de lo que es hoy por las organizaciones cocaleras del vecino altiplánico y por el patrocinio venezolano. Esa dimensión internacional pretendería legitimarse adicionalmente a través de iniciativas como la de la "despenalización" de la hoja de coca intensificando lo que ocurre, a instancias del gobierno del señor Morales, en cuanto foro esté disponible. Ello, por cierto, estaría acompañado del entusiasmo radicalizado del ultranacionalismo local.
omo ambos esos escenarios son indeseables para el Perú y el presidente García ha elevado su nivel de compromiso para evitarlos, éste no tiene más remedio que lograr éxitos parciales pero significativos en el empeño contra el narcotráfico. Conforme vaya avanzando en ello, debiera ir formándose un consenso nacional para lograr progresivamente la erradicación total de la coca ilegal respetando los usos y costumbre tradicionales. Si ése es el empeño, la mayoría de los peruanos y la cooperación internacional deberá apoyarlo para que el esfuerzo no termine como acabó la campaña de "coca 0" del presidente Bánzer.
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