Desde que estalló la crisis financiera de 2008, el Estado ha debido asistir incrementalmente al mercado renovando un rol de legítimo activismo cuando la recesión es la alternativa.
Si en Estados Unidos y la Unión Europea ese rol se ha expresado en soporte financiero también ha se manifestado a través de creciente inversión pública. En los países en desarrollo y, especialmente en las economías emergentes, la segunda opción ha sido más recurrida que la primera debido al distinto impacto de la crisis.
En este escenario, la inversión pública en infraestructura ha devenido en prioritaria por su rápido efecto en el empleo y su gran efecto multiplicador en el largo plazo. Sin embargo, el desarrollo de los proyectos de ese origen encara por lo menos dos obstáculos. El primero es financiero cuando la inversión privada debe concurrir y los retornos no son claros y el costo del financiamiento se encarece. El segundo es la oposición de parte de la población y de grupos ambientalistas de mayor o menor legitimidad.
El caso más reciente de gran compromiso de inversión pública en América Latina es el que presenta el gobierno brasileño. Éste ha anunciado inversiones de más de US$ 66 mil millones para el desarrollo de carreteras y ferrocarriles en el ámbito de un plan que aguarda anuncios adicionales para potenciar o construir puertos y aeropuertos.
Este plan no parece desligado del antiguo Plan de Aceleración del Crecimiento (PAC) gestado durante el gobierno del Presidente Lula. Éste se enmarcó en una racionalidad arraigada (el “desarrollismo” brasileño) y en la necesidad de dar una respuesta a un requerimiento emergente (la crisis financiera). El resultado fue el Plan de Aceleración del Crecimiento (PAC) de 2008 orientado a promover la industria nacional afectada por los efectos de la apreciación del real que añadió facilidades de crédito a una serie de medidas fiscales promotoras.
Entre los ejemplos específicos de fuerte inversión en obra pública que es complicada por la oposición social y política destaca el que afronta la construcción de la gran represa de Belo Monte (por dimensión, la tercera en el mundo) que, en el ámbito del PAC, comprometió US$ 11 mil millones con la expectativa de generar electricidad suficiente para cubrir el 40% del consumo residencial brasileño.
Además de su inmenso impacto en la economía brasileña, esta obra debe producir un cambio estructural en el mix energético brasileño aún dominado por la producción y consumo de hidrocarburos. La energía limpia que produciría Belo Monte se sumaría así a la nueva oferta que ya había encontrado otro baluarte en la producción de biocombustibles.
Como se sabe, en la desigual distribución de las fuentes de energía de Suramérica, la hidroenergía, a pesar de su escasa participación en el mix regional (que ha subido apenas de 2% a 8% en el último medio siglo), puede competir con algún éxito en los países donde la reserva abunda (Perú, Colombia, Ecuador, Brasil) con el amplio predominio que ejercen el petróleo (cuya participación en el mix regional ha bajado de 63% a 40% en ese período) y el gas (cuya participación en ese mix se ha incrementado de 10% a 30% en esos años).
Sin embargo, una sala de la Corte Federal con sede en Brasilia acaba de ordenar la suspensión del desarrollo del proyecto Belo Monte alegando incorrecciones en las intervenciones que, por distintas razones, les cupo al Congreso y al Tribunal Supremo brasileños.
Estos obstáculos se suman a los reclamos que grupos étnicos y ambientalistas presentaron en diferentes foros contra el proyecto que producirá un reservorio de 503 kms2 en el área del río Xingú en el noreste brasileño. Tales problemas se manifiestan a pesar de que, según el gobierno brasileño, el proyecto se ha aprobado luego de realizarse 12 consultas y 4 audiencias públicas entre el 2007 y 2010.
Como se ve, la creciente pugna entre el interés público general y el interés sectorial es un obstáculo que los gobiernos latinoamericanos no logran resolver en detrimento de todos. Al respecto, quizás sea necesario que, además de la consulta popular, se establezcan claramente las prioridades que demandan las situaciones de emergencia y de crisis nacionales, se defina adecuadamente el interés nacional de corto y largo plazo en materia de desarrollo, se legisle al respecto y se legitimen adecuadamente las prioridades. De lo contrario, la acción del Estado (cuyo rol es de por sí objeto de controversia) en la generación de competitividad o de gestión de crisis puede resultar crecientemente mermada.
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