28 de marzo de 2022
En tiempos de guerra el uso correcto uso del lenguaje en el trato con el contrario es fundamental. Y quizás lo sea más que en tiempos de paz en sociedades complejas cuyos miembros, urgidos por definir nuevos problemas, dan rienda suelta a fantasías y referencias extremadamente ambiguas sobre los mismos.
En efecto, en tiempos de guerra, la puesta en práctica de términos como “seguridad multidimensional” o “integral” o “guerra híbrida” o definiciones, digamos, “constructivistas” o “feministas” pueden agravar los términos de sobrevivencia de una población si su gobernante no tienen claro de qué está hablando ni a quién dirige sus comentarios.
Pero quizás no sea necesario ir tan lejos para referir sólo expresiones pasionales de tono aparentemente personal en estos tiempos en que la guerra desestabiliza el sistema internacional y desata una carnicería en el extremo oriental de Europa del Este.
El presidente Biden acaba de dar un ejemplo concreto de ese peligro en pleno despliegue de esfuerzos políticos para fortalecer la cohesión de los aliados de la OTAN y lograr que Rusia retire sus fuerzas de Ucrania.
En efecto, el presidente norteamericano afirmó en un discurso en Polonia que la brutalidad en el empleo del uso de la fuerza por el ejército ruso hacía que su comandante en jefe, el presidente Putin, fuera “alguien que no puede mantenerse en el poder”.
El Departamento de Estado aclaró de inmediato que Estados Unidos no tiene en agenda el cambio de régimen de gobierno en Rusia y que el presidente Biden se había referido al ámbito regional -no ruso- sobre el que el presidente Putin desea influir.
El propio presidente Biden aclaró luego su expresión calificándola de “opinión personal” motivada por la barbarie de la guerra que había constatado desde Polonia.
Y hasta Richard Haas, el presidente de la mayor institución de estudios de relaciones internacionales de Estados Unidos (el Council of Foreign Relations), al felicitarse por la aclaración de su presidente, recordó una constatación sencilla y crucial del ex-Primer Ministro israelí Yitzhak Rabin: “no se hace la paz con los amigos, sino con los enemigos”.
La implicancia es evidente: en cuestiones de guerra debe cuidarse el fuero del peor enemigo si es que se desea negociar la paz con él. El uso apropiado del lenguaje político es, por tanto, fundamental aún en los peores momentos.
Pero la guerra es un fenómeno complejo en que el apoyo ciudadano es vital. Especialmente en un sociedad democrática, como la norteamericana, en que la interacción entre el sector público y el privado es tan fluida. Esa interacción es conducente a que el líder se asegure de que esa interacción no le sea adversa. Si el lenguaje político debe magnificar ese propósito, aquél puede ser proclive a su uso imprudente.
Esta fue, quizás, la motivación sociológica que influyó en el presidente Biden para calificar al presidente Putin de “asesino” y “carnicero” buscando más aprobación interna que externa. Mientras que la motivación de política interna surgió quizás de la necesidad de cancelar una apreciación del ex-presidente Bush (hacia 2001 éste sostuvo que había logrado percibir el “alma” del presidente ruso) denegando que Putin tuviera condiciones para disponer de esa entidad espiritual.
Si luego ese tipo de impresiones se justifican en el derecho del estadista a la opinión personal, el incremento potencial del escalamiento de un conflicto armado no parece estar presente en la conciencia del estadista en el momento de emitir su opinión.
En tiempos de guerra el estadista, antes que el simple dirigente, no puede darse ese lujo por la sencilla razón de que la comunidad que lidera puede ser afectada por tanta honestidad.
Pero, claro, esta apreciación puede carecer de credibilidad si proviene de un ciudadano de un país lejano el que adopta sólo una posición principista en relación al conflicto.
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