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  • Alejandro Deustua

Protesta, Crisis y Desempleo

Las protestas antimineras en el Perú tienen claramente su propia especificidad. La problemática social de cada región, la manipulación política correspondiente y las expectativas de mayores ingresos regionales forman parte de la masa crítica de los 271 conflictos sociales que registra la Defensoría del Pueblo (57% de los cuales son de carácter socioambiental) (1).


Pero esas protestas no están desvinculadas del clima de malestar social global generado por la crisis del 2008 y la del 2011 que, quizás, forman parte de un mismo ciclo. En el área andina central suramericana (especialmente en Bolivia y Ecuador) los más recientes movimientos de protesta han estado vinculados a reivindicaciones campesinas fuertemente ligadas a movimientos cocaleros e indigenistas. Éstos han derribado gobiernos e instalado otros de características sui generis.

Si atendiéramos sólo a los niveles de desempleo urbano en la región, esos movimientos no tendrían mayor vinculación con la insatisfacción laboral si damos cuenta de las cifras de la OIT o las del INEI en el Perú. En efecto, América Latina padece de un desempleo de “sólo” 7.1% que, más allá de la crisis, muestra una caída considerable de niveles superiores al 10% (hasta el 13%) a comienzos de la década. Y en Lima Metropolitana el desempleo se situó en 7.3% en el trimestre julio-setiembre de este año (bajando de 7.6% en ese período en el 2010) según el INEI (2) En esta medida, la protesta quizás esté mejor explicada por el predominio de la economía informal, que supera en el área el 50%, y en los 20 millones de jóvenes latinoamericanos que, en el rango de 15-24 años, ni estudian ni trabajan situándose en el peor escalón del 14% de desempleo juvenil (3).


Pero si, en relación al pasado reciente, estas cifras reflejan una mejoría en términos de absorción laboral, ellas no explican el incremento de la protesta en el área. Y no lo hacen primero, porque las cifras de desempleo no parecen incluir el desempleo rural. Y segundo, porque no incluyen la fuerte incidencia del contexto global. Así, cuando la OIT señala que América Latina es la única región en la que las fuerzas de inestabilidad social derivadas del desempleo han decaído (el África Subsahariana se ha “estabilizado”, mientras que el Medio Oriente, el Norte de África y, en menor medida, el Asia, presentan los mayores problemas) esa entidad puede estar reflejando una realidad previa al impacto de la segunda fase de la crisis global. En efecto, en un escenario de interdependencia, no puede desatenderse el hecho de que el clima de malestar generado por la crisis en los países desarrollados empiece a golpear a la región aún antes de que el desempleo se materialice. Más aún cuando la desaceleración del empleo en dos terceras partes de los países desarrollados ha generado la necesidad de crear 80 millones de puestos de trabajo en dos años de los cuales sólo se concretaran el 50% (4).


Ese saldo no realizado moviliza y contagia la inestabilidad social. La propia OIT estima que ésta ya se expresa en 40% de 119 países evaluados en convergencia con un decrecimiento de la confianza en los gobiernos en 50% de 99 países examinados (5). Esa fenomenología ciertamente presenta un desborde del ámbito geográfico de los países desarrollados.


De ello parece haber tomado conciencia la última cumbre del G20 que ha incluido un capítulo, aunque de manera muy genérica, sobre inclusión social. Como es evidente, el G20 ha entendido que su concentración en la solución financiera de problemas financieros no puede excluir su impacto en el escenario laboral. Pero ese entendimiento no se traduce aún en acción.


Al respecto la OIT ha recomendado que los gobiernos renueven la relación entre salario y productividad y hagan un esfuerzo especial por facilitar el crédito frente de cara al riesgo de una desaceleración aún más rápida del mercado

laboral. Sobre el primer punto esa entidad señala que la moderación de los salarios en los años precrisis no condujo necesariamente a mayor inversión y sí a una tendencia al mayor reparto de utilidades. Esta es, en realidad, una vieja fenomenología que opone el modelo cortoplacista de empresas al de largo plazo. Pero al margen de cualquier discusión académica, el hecho es que esa tendencia ha contribuido, a su vez, a incrementar los desbalances globales.


Y sobre el ajuste del crédito, la OIT llama la atención sobre el hecho de que 20% de firmas escrutadas afirmen padecer serios problemas de acceso al crédito. Ello afecta especialmente a las pymes que son el motor de la economía de un buen número de países.


En lo que toca más concretamente a los países en desarrollo, la OIT reclama ciertas acciones prioritarias. Una corresponde a la necesidad de inversión pública focalizada en la creación de empleo. Otra urge a controlar la especulación en alimentos para evitar un mayor incremento de los precios. Y finalmente llama la atención de los gobiernos a crear programas de empleo considerando que un gasto de 0.5% del PBI en el sector da un rédito de entre 0.2% y 1.2% del PBI.


Quizás sea necesario emprender más y mejores políticas para preservar los mercados laborales. Pero frente al fuerte empeoramiento del clima social, las sugeridas aquí no parecen un exceso. Y menos frente a la complicación de la primera actividad económica en países como el Perú que, como la minería, no es intensiva en mano de obra. Si no se actúa los problemas de gobernabilidad sólo tenderán a incrementarse retroalimentando la erosión del clima social. No es poco lo que hay hacer al respecto.


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